viernes, 17 de octubre de 2014

La Gaceta Teatral: palabras de presentación*

Muy buenas tardes. Ante todo quiero agradecer a Codina y en particular a Maité Hernández-Lorenzo la invitación a presentar esta GacetaTeatral.

Quienes recibieron la invitación a la presentación de este número, el cinco, correspondiente al bimestre septiembre-octubre de este año, habrán percibido de inmediato un gesto que escapa al tradicional diálogo con las artes visuales. Desde la portada, el cartel realizado por Robertico Ramos para la puesta en escena de Antigonón, un contingente épico, anuncia una mirada a la escena cubana contemporánea. Con su Martí y sus federadas, la imagen, concebida para la puesta de Carlos Díaz a partir del texto original de Rogelio Orizondo, advierte, no obstante, que esta no será una lectura idílica y complaciente. ¿Qué significa Martí en pañales escoltado por dos milicianas con pico y pala? ¿Si la misión de Antígona es enterrar con honor el cuerpo inerte de su hermano, qué han desenterrado estas mujeres? Hay que cavar, hay que meter el cuerpo, hay que pensar en el futuro de la patria. En mi mente se forman las preguntas: ¿Quiénes son nuestros hijos? ¿Qué dicen? ¿Qué gritan? ¿Cómo y de qué escapan?

Hace más de veinte años, desde las páginas de esta misma revista, Rine Leal, a quien no podríamos jamás escamotear el título de padre de la teatrología cubana, insistía en la necesidad de “asumir la totalidad del teatro cubano”. Se refería en aquel momento al corpus dramatúrgico nacional que de ninguna manera podía dejar fuera a los autores que escriben en el exilio o a quienes lo hacen desde la diáspora. No obstante, me gusta pensar que esa idea de totalidad, podría ir más allá, para englobar a los que trabajan desde provincia, a quienes se dedican al teatro de títeres y para niños, a la obra que hacen los más jóvenes. Romper compartimientos, estancos y pensarnos desde lo complejo, sin exclusiones de ningún tipo, era acaso la idea principal que entonces apuntaba el autor de La selva oscura y En primera persona. Es curioso que a la altura de la segunda década del siglo XXI, aquel texto de los noventa siga exigiendo e interrogando. La idea de totalidad implica asumir la responsabilidad de formar parte, de evadir la comodidad de la parcela. En el caso de los críticos, ese compromiso nos obliga a acompañar al teatro cubano en su constante diálogo con lo social, en su voluntad subversiva, en su aspiración trasformadora.

Fue también Rine Leal quien dijo en su momento que no se podía culpar al termómetro de la fiebre del paciente. Original o no, es una frase que hay tener a mano en estos tiempos. De múltiples maneras los escenarios devuelven al espectador la imagen peculiar de una Isla en transformación constante, que quiere ofrecer un nuevo rostro al mundo y también a sus habitantes. Aunque se hable hoy una y otra vez de teatro post-dramático, nada es post en nuestras vidas cotidianas y esa conflictividad, esa tensión atraviesa el teatro y lo sustenta. Hoy, cuando definitivamente nuevas formas de gestión para la producción escénica muestran su eficacia frente a una institución aquejada de paternalismo, incapaz de atender las jerarquías y poner a funcionar programas coherentes de desarrollo, el teatro cubano fija nuevos puertos, asume nuevas alianzas y muestra un rostro en reconfiguración que habla incluso desde lo que no exhibe, desde lo que rechaza, de un país distinto.

Sucede que el teatro siempre se adelanta y no ser consciente hoy de que la escena presenta el día por venir, podría parecer un premeditado acto de suicidio. Sé que alguien podrán decir que me desvío del tema, pero de nada sirve una revista si no encontramos en ella zonas polémicas que catapulten el pensamiento y que obliguen a pensar desde otro sitio los temas más acuciantes del presente. Es por eso que agradezco mucho el dosier Teatro cubano: la isla y sus puertos, preparado por la periodista, crítica y narradora Maité Hernández-Lorenzo. Si bien no hay aquí una voluntad expresamente totalizadora, el concentrarse en los bordes, el sentido de entrada y salida en el paisaje teatral y la vocación problematizadora, acrecentada en el concierto de voces diversas y también maravillosamente divergentes, aportan a una reconfiguración de eso más amplio que podríamos pensar como “totalidad”. En ese sentido subrayo de manera particular la intención de resaltar zonas específicas de lo emergente y lo distante en la escena cubana contemporánea.

La propia Maité abre el dosier centrando su atención en la existencia de nuevas estrategias de gestión que soportan otras “formas de participación desde y con el teatro”, sus puntos de vista enfocan movimientos, colectivos, procesos, espacios y dinámicas que si bien no son exactamente novedosas, al volverse cotidianas, comienzan a resemantizar el contexto. Ahora “lo nuevo” y “lo viejo” se superponen en una contienda que no se atiene sólo a lo estrictamente estético o a lo temático, sino también a los modos de producción. En ese paisaje diverso aparecen nuevos directores que, desde distintas generaciones, ámbitos y tradiciones, apuestan por la escena. Al listar sus nombres Omar Valiño evade el habanacentrismo e intenta una foto colectiva que tampoco aspira a la totalidad pero sí a fijar aquello que es ya evidente: hay gente nueva firmando espectáculos y es imprescindible seguir su desempeño, acompañar sus búsquedas, señalar sus hallazgos e insuficiencias.

Más allá de lo indicativo Yohayna Hernández teoriza sobre una zona particular de la producción actual para la que selecciona antecedentes y razón de ser. Su propuesta se concentra en esas nuevas escrituras para la escena que intentan “salir del clóset de lo dramático”. A partir de ellas presenta alcances temáticos al tiempo que sostiene una voluntad desestabilizadora que se articula con la existencia de lo que denomina “escena impertinente”. Es este quizás uno de los textos más provocadores del dosier en tanto polémico, no sólo por las ideas que plantea sino también por el espacio cierto aunque irregular que algunos de esos textos tienen en los escenarios de la isla con respecto a otros del mismo signo que, si bien son avalados como paradigmáticos por la autora, no han encontrado aún un espacio vivo de realización frente a los espectadores.

Constituye un acierto del dosier el haber enmarcado el texto de Yohayna entre las entrevistas que, respectivamente, realizan Marilyn Garbey y Ámbar Carralero a Abel González Melo y Rogelio Orizondo. Sin duda se trata de los dos dramaturgos jóvenes, nacidos en la primera mitad de los 80, más representados en la escena cubana de estos años. Ambos han tenido la posibilidad de poner a dialogar sus textos con notables directores de nuestro teatro y por ello ocupan posiciones de privilegio que les permiten, desde sus respectivas trayectorias, evaluar su propia obra y los contextos en que esta se realiza. Una frente a otra, estas entrevistas guerrean de manera un tanto radical, y ofrecen argumentos diversos y también exigencias importantes tanto a la creación como a la reflexión y a la crítica sobre lo escénico.

Otra zona del dosier está más cerca del original llamado de atención de Rine, que he querido amplificar en esta presentación. Al teatro cubano escrito y producido en los Estados Unidos se dedican los textos de Lillian Manzor y de Carolina Caballero. La primera, una figura clave en la articulación de puentes que conecte de manera permanente y firme el teatro de ambas orillas, dibuja un excelente panorama de esa producción donde enmarca los principales hitos a la vez que propone una taxonomía muy valiosa, útil para futuras sistematizaciones y estudios. La segunda se detiene en develar las implicaciones de la noción de diáspora en dos textos de Jorge Ignacio Cortiñas. Su análisis, productivo e iluminador, subraya un desplazamiento que hace aparecer “un sujeto diaspórico nómada, transgresivo, casi rebelde, que representa un futuro utópico sin fronteras ni límites”, desde allí se configura una nueva noción de identidad curiosamente similar a la que resulta del análisis de varios textos producidos hoy en la isla.

Termina el dosier de teatro e intento apartarme del índice, pero no lo logro. La revista me obliga a leer, siguiendo su secreta dramaturgia, como si de una puesta en escena se tratara. Siguen al texto de Carolina Caballero dos poemas de Arístides Vega Chapú en los que el poeta reconfigura escenarios, sucesos y personajes de Coral Gables y Nueva York. Luego, un segundo dosier, a cargo de Yamil Díaz Gómez, presenta dos textos sobre Samuel Feijóo y con ellos un homenaje en el centenario del lamentablemente aún poco estudiado Zarapico. Sin duda, el estudio de Edelmis Anoceto sobre el primer poema-libro del creador de Signos y las consideraciones sobre su creación plástica, que aquí introduce Roberto Ávalos, contribuirán a una imprescindible de su legado. De ese mismo modo, la entrevista que Pedro Antonio López Cerviño y José Aquiles Virelles realizan a Enrique Bonne pone luz sobre aspectos desconocidos que van más allá de la propia obra de este singular creador para adentrarnos en la trama que sustenta el devenir de una zona de nuestra música popular y la historia secreta de sus géneros y ritmos.

No me voy a referir de manera particular a la poesía y la narrativa que la revista publica pues basta con enumerar los nombres de sus autores y decir que estas obras se alzaron con una mención de premio La Gaceta de Cuba en sus respectivas categorías. El lector encontrará aquí poemas de la camagüeyana Legna Rodríguez y del manzanillero Alejandro Ponce. También hay cuentos de la villaclareña Anisley Negrín y de la avileña Sarima Proveyer. Vivan donde vivan y más allá del valor de sus textos ya destacados por el jurado que los menciona, me gusta ver como “el azar de un concurso” junta en estas páginas paisajes diversos de la isla a través de la literatura.

Me queda referirme a la sección de crítica donde distingo tres textos que considero valiosos. El de la poeta Nancy Morejón sobre la reciente exposición de obras del imprescindible Agustín Cárdenas; el de Magaly Espinosa sobre la muestra de arte público Pan y circo, avispado y problematizador; y el de Luis Álvarez Álvarez acerca del libro Mito, verdad y retablo: el guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, de Rubén Darío Salazar y Norge Espinosa, sin duda, una verdadera joya de la historiografía teatral cubana que al ser reseñando en estas páginas permite que el teatro de títeres y para niños no esté ausente. Además se recogen reseñas sobre la poesía de Alpidio Alonso y Marina Lourdes Jacobo y a propósito de los siete años del proyecto Salle Zero. Intercaladas en la sección, como ya viene siendo costumbre, notas informativas sobre el quehacer de los creadores cubanos por el mundo.


Debo antes de finalizar esta presentación regresar al teatro. En primer lugar para decir que aunque este número intenta saldar una deuda, de nada serviría si las artes escénicas no encontraran un espacio más sistemático en las páginas de la revista. En segundo orden para agradecer el texto que cierra la entrega, a cargo del teatrólogo Andy Arencibia. Una brevísima reflexión a través de la cual nos presenta algunas estrategias y figuraciones escénicas de lo político a partir del teatro cubano más reciente. Mucho me interesa la provocación de Andy por el hecho de que su mirada avizora, sobre todo en los más jóvenes, una noción de compromiso, “con las reglas y procedimientos que echan a andar los dispositivos” dice él, que me gustaría pensar como cierta. El texto de Andy establece una continuidad con el dosier que abre el número y, como una buena parte de los artículos antes comentados, habla de un presente que habrá que verificar en el futuro. Toca acompañar al teatro en su viaje, no sabemos quiénes y cómo lleguen a dónde. Al menos estarán la isla, sus puertos y un puñado de preguntas por contestar.

*Sala Villena de la UNEAC, La Habana, 17 de octubre de 2014

1 comentario:

Maribel Jiménez dijo...

Estoy muy orgullosa de usted, señor. Sé le quiere mucho.