Muy buenas tardes. Ante todo quiero agradecer a Codina y en
particular a Maité Hernández-Lorenzo la invitación a presentar esta GacetaTeatral.
Quienes recibieron la invitación a la presentación de este
número, el cinco, correspondiente al bimestre septiembre-octubre de este año,
habrán percibido de inmediato un gesto que escapa al tradicional diálogo con
las artes visuales. Desde la portada, el cartel realizado por Robertico Ramos
para la puesta en escena de Antigonón, un contingente épico, anuncia una mirada
a la escena cubana contemporánea. Con su Martí y sus federadas, la imagen,
concebida para la puesta de Carlos Díaz a partir del texto original de Rogelio
Orizondo, advierte, no obstante, que esta no será una lectura idílica y
complaciente. ¿Qué significa Martí en pañales escoltado por dos milicianas con
pico y pala? ¿Si la misión de Antígona es enterrar con honor el cuerpo inerte
de su hermano, qué han desenterrado estas mujeres? Hay que cavar, hay que meter
el cuerpo, hay que pensar en el futuro de la patria. En mi mente se forman las
preguntas: ¿Quiénes son nuestros hijos? ¿Qué dicen? ¿Qué gritan? ¿Cómo y de qué
escapan?
Hace más de veinte años, desde las páginas de esta misma
revista, Rine Leal, a quien no podríamos jamás escamotear el título de padre de
la teatrología cubana, insistía en la necesidad de “asumir la totalidad del
teatro cubano”. Se refería en aquel momento al corpus dramatúrgico nacional
que de ninguna manera podía dejar fuera a los autores que escriben en el exilio
o a quienes lo hacen desde la diáspora. No obstante, me gusta pensar que esa
idea de totalidad, podría ir más allá, para englobar a los que trabajan desde
provincia, a quienes se dedican al teatro de títeres y para niños, a la obra
que hacen los más jóvenes. Romper compartimientos, estancos y pensarnos desde
lo complejo, sin exclusiones de ningún tipo, era acaso la idea principal que
entonces apuntaba el autor de La selva oscura y En primera persona. Es curioso
que a la altura de la segunda década del siglo XXI, aquel texto de los noventa
siga exigiendo e interrogando. La idea de totalidad implica asumir la responsabilidad
de formar parte, de evadir la comodidad de la parcela. En el caso de los
críticos, ese compromiso nos obliga a acompañar al teatro cubano en su
constante diálogo con lo social, en su voluntad subversiva, en su aspiración
trasformadora.
Fue también Rine Leal quien dijo en su momento que no se
podía culpar al termómetro de la fiebre del paciente. Original o no, es una
frase que hay tener a mano en estos tiempos. De múltiples maneras los
escenarios devuelven al espectador la imagen peculiar de una Isla en
transformación constante, que quiere ofrecer un nuevo rostro al mundo y también
a sus habitantes. Aunque se hable hoy una y otra vez de teatro post-dramático,
nada es post en nuestras vidas cotidianas y esa conflictividad, esa tensión
atraviesa el teatro y lo sustenta. Hoy, cuando definitivamente nuevas formas de
gestión para la producción escénica muestran su eficacia frente a una
institución aquejada de paternalismo, incapaz de atender las jerarquías y poner
a funcionar programas coherentes de desarrollo, el teatro cubano fija nuevos
puertos, asume nuevas alianzas y muestra un rostro en reconfiguración que habla
incluso desde lo que no exhibe, desde lo que rechaza, de un país distinto.
Sucede que el teatro siempre se adelanta y no ser consciente
hoy de que la escena presenta el día por venir, podría parecer un premeditado
acto de suicidio. Sé que alguien podrán decir que me desvío del tema, pero de
nada sirve una revista si no encontramos en ella zonas polémicas que catapulten
el pensamiento y que obliguen a pensar desde otro sitio los temas más
acuciantes del presente. Es por eso que agradezco mucho el dosier Teatro
cubano: la isla y sus puertos, preparado por la periodista, crítica y narradora
Maité Hernández-Lorenzo. Si bien no hay aquí una voluntad expresamente
totalizadora, el concentrarse en los bordes, el sentido de entrada y salida en
el paisaje teatral y la vocación problematizadora, acrecentada en el concierto
de voces diversas y también maravillosamente divergentes, aportan a una
reconfiguración de eso más amplio que podríamos pensar como “totalidad”. En ese
sentido subrayo de manera particular la intención de resaltar zonas específicas
de lo emergente y lo distante en la escena cubana contemporánea.
La propia Maité abre el dosier centrando su atención en la
existencia de nuevas estrategias de gestión que soportan otras “formas de
participación desde y con el teatro”, sus puntos de vista enfocan movimientos,
colectivos, procesos, espacios y dinámicas que si bien no son exactamente
novedosas, al volverse cotidianas, comienzan a resemantizar el contexto. Ahora
“lo nuevo” y “lo viejo” se superponen en una contienda que no se atiene sólo a
lo estrictamente estético o a lo temático, sino también a los modos de
producción. En ese paisaje diverso aparecen nuevos directores que, desde
distintas generaciones, ámbitos y tradiciones, apuestan por la escena. Al
listar sus nombres Omar Valiño evade el habanacentrismo e intenta una foto
colectiva que tampoco aspira a la totalidad pero sí a fijar aquello que es ya
evidente: hay gente nueva firmando espectáculos y es imprescindible seguir su
desempeño, acompañar sus búsquedas, señalar sus hallazgos e insuficiencias.
Más allá de lo indicativo Yohayna Hernández teoriza sobre
una zona particular de la producción actual para la que selecciona antecedentes
y razón de ser. Su propuesta se concentra en esas nuevas escrituras para la
escena que intentan “salir del clóset de lo dramático”. A partir de ellas
presenta alcances temáticos al tiempo que sostiene una voluntad
desestabilizadora que se articula con la existencia de lo que denomina “escena
impertinente”. Es este quizás uno de los textos más provocadores del dosier en
tanto polémico, no sólo por las ideas que plantea sino también por el espacio
cierto aunque irregular que algunos de esos textos tienen en los escenarios de
la isla con respecto a otros del mismo signo que, si bien son avalados como
paradigmáticos por la autora, no han encontrado aún un espacio vivo de
realización frente a los espectadores.
Constituye un acierto del dosier el haber enmarcado el texto
de Yohayna entre las entrevistas que, respectivamente, realizan Marilyn Garbey
y Ámbar Carralero a Abel González Melo y Rogelio Orizondo. Sin duda se trata de
los dos dramaturgos jóvenes, nacidos en la primera mitad de los 80, más
representados en la escena cubana de estos años. Ambos han tenido la
posibilidad de poner a dialogar sus textos con notables directores de nuestro
teatro y por ello ocupan posiciones de privilegio que les permiten, desde sus
respectivas trayectorias, evaluar su propia obra y los contextos en que esta se
realiza. Una frente a otra, estas entrevistas guerrean de manera un tanto
radical, y ofrecen argumentos diversos y también exigencias importantes tanto a
la creación como a la reflexión y a la crítica sobre lo escénico.
Otra zona del dosier está más cerca del original llamado de
atención de Rine, que he querido amplificar en esta presentación. Al teatro
cubano escrito y producido en los Estados Unidos se dedican los textos de
Lillian Manzor y de Carolina Caballero. La primera, una figura clave en la
articulación de puentes que conecte de manera permanente y firme el teatro de
ambas orillas, dibuja un excelente panorama de esa producción donde enmarca los
principales hitos a la vez que propone una taxonomía muy valiosa, útil para
futuras sistematizaciones y estudios. La segunda se detiene en develar las
implicaciones de la noción de diáspora en dos textos de Jorge Ignacio Cortiñas.
Su análisis, productivo e iluminador, subraya un desplazamiento que hace
aparecer “un sujeto diaspórico nómada, transgresivo, casi rebelde, que
representa un futuro utópico sin fronteras ni límites”, desde allí se configura
una nueva noción de identidad curiosamente similar a la que resulta del análisis
de varios textos producidos hoy en la isla.
Termina el dosier de teatro e intento apartarme del índice,
pero no lo logro. La revista me obliga a leer, siguiendo su secreta
dramaturgia, como si de una puesta en escena se tratara. Siguen al texto de Carolina
Caballero dos poemas de Arístides Vega Chapú en los que el poeta reconfigura
escenarios, sucesos y personajes de Coral Gables y Nueva York. Luego, un
segundo dosier, a cargo de Yamil Díaz Gómez, presenta dos textos sobre Samuel
Feijóo y con ellos un homenaje en el centenario del lamentablemente aún poco
estudiado Zarapico. Sin duda, el estudio de Edelmis Anoceto sobre el primer
poema-libro del creador de Signos y las consideraciones sobre su creación
plástica, que aquí introduce Roberto Ávalos, contribuirán a una imprescindible
de su legado. De ese mismo modo, la entrevista que Pedro Antonio López Cerviño
y José Aquiles Virelles realizan a Enrique Bonne pone luz sobre aspectos
desconocidos que van más allá de la propia obra de este singular creador para
adentrarnos en la trama que sustenta el devenir de una zona de nuestra música
popular y la historia secreta de sus géneros y ritmos.
No me voy a referir de manera particular a la poesía y la
narrativa que la revista publica pues basta con enumerar los nombres de sus
autores y decir que estas obras se alzaron con una mención de premio La Gaceta
de Cuba en sus respectivas categorías. El lector encontrará aquí poemas de la
camagüeyana Legna Rodríguez y del manzanillero Alejandro Ponce. También hay cuentos
de la villaclareña Anisley Negrín y de la avileña Sarima Proveyer. Vivan donde
vivan y más allá del valor de sus textos ya destacados por el jurado que los
menciona, me gusta ver como “el azar de un concurso” junta en estas páginas
paisajes diversos de la isla a través de la literatura.
Me queda referirme a la sección de crítica donde distingo
tres textos que considero valiosos. El de la poeta Nancy Morejón sobre la
reciente exposición de obras del imprescindible Agustín Cárdenas; el de Magaly
Espinosa sobre la muestra de arte público Pan y circo, avispado y
problematizador; y el de Luis Álvarez Álvarez acerca del libro Mito, verdad y
retablo: el guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, de Rubén Darío Salazar
y Norge Espinosa, sin duda, una verdadera joya de la historiografía teatral
cubana que al ser reseñando en estas páginas permite que el teatro de títeres y
para niños no esté ausente. Además se recogen reseñas sobre la poesía de
Alpidio Alonso y Marina Lourdes Jacobo y a propósito de los siete años del
proyecto Salle Zero. Intercaladas en la sección, como ya viene siendo
costumbre, notas informativas sobre el quehacer de los creadores cubanos por el
mundo.
Debo antes de finalizar esta presentación regresar al
teatro. En primer lugar para decir que aunque este número intenta saldar una
deuda, de nada serviría si las artes escénicas no encontraran un espacio más
sistemático en las páginas de la revista. En segundo orden para agradecer el
texto que cierra la entrega, a cargo del teatrólogo Andy Arencibia. Una
brevísima reflexión a través de la cual nos presenta algunas estrategias y
figuraciones escénicas de lo político a partir del teatro cubano más reciente.
Mucho me interesa la provocación de Andy por el hecho de que su mirada avizora,
sobre todo en los más jóvenes, una noción de compromiso, “con las reglas y
procedimientos que echan a andar los dispositivos” dice él, que me gustaría
pensar como cierta. El texto de Andy establece una continuidad con el dosier
que abre el número y, como una buena parte de los artículos antes comentados,
habla de un presente que habrá que verificar en el futuro. Toca acompañar al
teatro en su viaje, no sabemos quiénes y cómo lleguen a dónde. Al menos estarán
la isla, sus puertos y un puñado de preguntas por contestar.
*Sala Villena de la UNEAC, La Habana, 17 de octubre de 2014
1 comentario:
Estoy muy orgullosa de usted, señor. Sé le quiere mucho.
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