sábado, 2 de octubre de 2021

Martí, la vacuna y el teatro

 


«En teatro como en todo podemos crear en Cuba» escribió Martí. La cita viene a cuento porque fue la que escogieron las instituciones y teatristas cubanos en 1980, para promover el primer Festival de Teatro de La Habana. Con aquel Festival y, por tanto, con aquella frase se inició un proceso que buscaba revertir las profundas distorsiones que se habían impuesto en el campo de la cultura en general y del teatro en particular, durante los años del denominado «quinquenio gris», que, como es conocido, en el caso específico nuestra manifestación duró casi diez años. Ya sabemos que culturalmente hablando no siempre dos y dos son cuatro.

La idea martiana, impresa en grandes vallas, buscaba dar respuesta a una demanda de los teatristas de entonces. Fue Mario Balmaseda, en aquel tiempo director del Teatro Político Bertolt Brecht, quien le dijo a Marcia Leiseca que mientras la palabra teatro no volviera a aparecer en los periódicos poco o nada se habría hecho para echar atrás los errores cometidos.

Siempre que recuerdo esa historia me doy cuenta de que el joven Ministerio de Cultura de Armando Hart fue muy audaz no solo al conseguir poner a participar a todos –Roberto Blanco, uno de nuestros más grandes directores de todos los tiempos, malsanamente parametrado, recibió el encargo de realizar la gala inaugural de aquel Festival–, sino también al recuperar al Martí teatrista, dramaturgo, crítico de teatro. Al Martí autor de Abdala, la pieza teatral que da nombre a una de nuestras vacunas contra la covid-19. Las grandes vallas con la frase de Martí buscaban erradicar los prejuicios acumulados por mucho tiempo y que pesaban, incluso, no sobre una persona o un grupo de personas sino sobre la manifestación en general.

A partir de entonces la política cultural cubana ha dado espacio al teatro y lo ha protegido, a veces incluso ha sido paternalista, pero lo que me interesa dejar claro en este momento es que nuestro teatro, a pesar de los problemas de calidad conocidos, ha sido un teatro de verdad, capaz de discutir la realidad cubana en sus aspectos más complejos, y de hacerlo en colectivo, en vivo, frente a frente actores y espectadores.

Obviamente, una obra de arte no es una asamblea, pero lo cierto es que, en ocasiones, desde el teatro se han adelantado temas de debate que luego la sociedad y las instituciones han asumido en su conjunto. Cuando llega alguien a Cuba, intoxicado con las matrices que propalan los enemigos de siempre, y me pregunta por la libertad de expresión entre nosotros, suelo invitarlo a ver una obra de teatro para que saque sus propias conclusiones.

Lo que sucede, casi siempre, es que se sorprenden al ver de manera directa cómo nuestra sociedad es capaz de debatir sus problemas en un escenario, pero lo que resulta más impactante es el hecho de que a la puesta tengan acceso personas de todos los estratos sociales. Lo cierto es que, en tiempos en los que salir a tomarse un refresco o a comer algo no ha sido nada barato, el teatro cubano ha estado disponible. Los actores han tenido un salario estable –que se ha mantenido incluso en la pandemia–, tiempo para producir e investigar y las entradas se han mantenido asequibles a todos los bolsillos.

Resulta que la vocación social del teatro en Cuba está sostenida por el sistema de relaciones que se establece entre la institución, los creadores y el público y se expresa tanto a través del compromiso de los artistas con el análisis, desde la creación, de los problemas de nuestra sociedad hasta mediante la posibilidad del acceso pleno a la cultura, que se hace más patente cuando pensamos en proyectos como la Cruzada Teatral en Guantánamo y la Guerrilla de Teatreros en Granma.

En mi vida he asistido a muchas funciones de teatro, pero ninguna como la que pude ver en lo alto de la Galicia, una empinada montaña de la Sierra Maestra, donde la guerrilla de René Reyes sube en mulos a hacer su obra para una sola familia. Más atrás en el tiempo están las experiencias del Teatro Escambray y de otros grupos que abrazaron la idea de un teatro nuevo, y que han irradiado procesos como el de Teatro de los Elementos o Teatro Andante, por solo poner dos ejemplos.

Con el tiempo las estéticas y los lenguajes se han diversificado y enriquecido, las expectativas se han ido transformando y las dinámicas de participación y acción social desde teatro se han modificado. Pero la verdad es que en la historia de la Cuba revolucionaria hay suficientes ejemplos de prácticas del teatro cubano que expresan un compromiso preciso con la idea de transformar y mejorar nuestra sociedad y obrar allí donde es más necesario.

Es cierto también que podríamos hacer mucho más si se trabaja de manera más cohesionada entre los creadores y las instituciones, si se definen de mejor manera los objetivos de desarrollo y las necesidades de acción social. Está claro que no les toca a los artistas sustituir a los trabajadores sociales o a los instructores de arte, pero al mismo tiempo muchos creadores desarrollan proyectos que pueden ser de referencia para unos y otros y varios podrían incidir de manera concreta en la formación de estos profesionales tan necesarios, una formación que no termina cuando se gradúan de la escuela, sino que debe ser permanente.

Desde la Casa de las Américas hemos sostenido en los últimos meses un vínculo con los sistemas de la enseñanza artística y las Casas de Cultura a los que entregamos libros, revistas y materiales diversos en formato digital. Imprimimos, no hace mucho, el Teatro del oprimido de Augusto Boal, un clásico del teatro de resistencia contrahegemónico de nuestra América y que puede ser de mucha utilidad en el trabajo en los barrios y en las comunidades.

Estos materiales y las experiencias más transformadoras del teatro latinoamericano y caribeño, también del cubano, son muy importantes y deberían incorporase, de algún modo, a nuestra enseñanza general, que quizás podría incluir la apreciación teatral en el currículo de los estudiantes. El teatro mismo tendría que estar mejor promovido a través de nuestros medios de comunicación. Entre otras cosas porque el teatro, más que ninguna otra manifestación, está hecho de utopía, nace de la confianza de un grupo en poder llevar adelante un proyecto colectivo y esa intención no se realiza hasta que no se comparte con un grupo de espectadores.

En tiempos en que el neoliberalismo global radicaliza a extremos impensables su individualismo, que suprime valores y aniquila la real participación colectiva de los pueblos en la conquista de sus derechos. Cuando las redes digitales, que supuestamente acercan y sustentan lazos, aíslan y promueven el odio, el teatro es más necesario que nunca.

Durante la pandemia no hemos tenido teatro, muchos hemos seguido asistiendo a varias reuniones cotidianamente, pero el encuentro grupal de teatristas y espectadores ha demorado en ser posible y lo real es que cada día se hace más urgente volver al teatro, al teatro como espacio del debate y la reflexión, al teatro como lugar del divertimento productivo, al teatro como proceso de experimentación de los lenguajes. Sostengo que solo en el teatro nos podemos reconocer, en directo, como seres humanos y que después de la pandemia, que no termina, en medio de las tensiones materiales que vivimos toca recomponer, reafirmar, volver a ubicar en el centro nuestra humanidad.

El teatro hace justamente eso. Tenemos una vacuna que se llama Abdala, Abdala es una obra de teatro de José Martí, el teatro puede funcionar como una vacuna. Pongamos juntos a Martí, la vacuna y el teatro, y quizás encontremos una versión de estos tiempos de aquella imprescindible «fórmula del amor triunfante».