martes, 3 de mayo de 2016

El teatro cubano y la tarea de Prometeo*




Jaime Gómez Triana


I
¿A dónde va el teatro?, me preguntan y en verdad no es fácil responder. Cuando alguien preguntaba a mi abuelo: ¿para dónde va, Evaristo?, él siempre contestaba del mismo modo: voy para viejo. Ese juego de palabras era quizás el resultado de su más profundo aprendizaje. Con más de noventa años sabía que el sitio hacia donde se dirigía importaba mucho menos que el tiempo que le quedaba para hacer el viaje. Ir era entonces permanecer en el mundo, estar vivo. Mi abuelo era un campesino del centro de la Isla que vivió siempre en una modesta casa de tabla de palma y guano. Nunca habló por teléfono, jamás vio una computadora, no supo que era internet. Su travesía más larga lo trajo a La Habana, a casa de sus hijos, cuando ya no podía valerse solo. Nunca fue a un teatro, nunca vio una obra de teatro. Tal vez, ni siquiera oyó la palabra. Sin embargo, me gusta imaginar que la escuchó, que alguien dijo frente a él que eso estudiaría su nieto, y que en su mente el teatro apareció, más por el tono del comentario que por el enigma, como algo grande e importante. Me imagino frente a mi abuelo tratando de explicar qué hago, de qué vivo y me cuesta encontrar las palabras.

¿Cómo responder a una pregunta que contiene muchas otras? Supongamos que obvio la más compleja y asumo que cuando decimos teatro –e incluyo la danza– todos entendemos más o menos lo mismo. Suprimido el sustantivo solo quedan el trayecto y el destino. Debo hablar del futuro. Vivo en un país socialista y obviamente, estoy entrenado para imaginar, pero necesito ser sincero conmigo mismo. Puedo decir “un mundo mejor es posible”, “un teatro mejor es posible”, pero estas frases no funcionan si se trata de comprender a profundidad el lugar desde donde se habla. Las consignas no me sirven para pensar. Mejor hablar de lo que siento, sin embargo, debo evadir también la perspectiva existencialista, dicen que está totalmente fuera de moda, que es políticamente incorrecta. Me alejo de Sartre, pero Virgilio Piñera me sacudecon el peso de la isla en el amor de un pueblo, con la maldita circunstancia del agua por todas partes. Pienso en el horizonte y solo tengo unas pocas obras a la mano para emprender el viaje.

II
En La Habana, en medio del circuito de la calle Línea, donde están nuestros más concurridos teatros, Carlos Díaz presenta Antigonón, un contingente épico, a partir del texto original de Rogelio Orizondo. Dos mujeres muy jóvenes, absolutamente desnudas, juegan con las palabras. La referencia clásica se evapora. En lugar de enterrar desentierran, sacan a la luz los restos de un cuerpo vivo en descomposición. El suyo es un acto político-cultural, un matutino pioneril, un mitin de repudio. La acción se diluye en las frases, la Historia Patria se mezcla con fragmentos de la vida cotidiana. El propio texto viste. Alternados, los monólogos salen a una pasarela que llega hasta el Cacahual. Asisto a un desfile de modas el día de los muertos de la patria. Si ellos son El Público –es el nombre del grupo– tal vez nosotros, en la platea, seamos los actores. No escucho mi voz, pero la festiva agonía que exhibe el escenario me resulta dolorosamente familiar. 

Participo del Festival Nacional de Teatro de Camagüey. A duras penas logro entrar en la abarrotada sala Tasende. Argos Teatro, presenta Fíchenla, sí pueden. La puesta en escena de Carlos Celdrán versiona La puta respetuosa, de Sartre. Ya he visto una función en La Habana, pero quiero verla en el Festival, en una sala distinta, con otro público. El espectáculo es el mismo, pero no es igual. La brutal manipulación a la que es sometida Lizzie la anula como ser social, la aniquila como ser humano. Para defender a un inocente, el personaje lo acusa voz en cuello, pide que lo maten. El público aplaude aún cuando la escena continúa, premian a la actriz Yuliet Cruz y al director que ha sabido conducir la tensión hasta ese momento. Me reconozco a mí mismo diciendo algo distinto de lo siento, atrapado entre las circunstancias y la retórica.

Ahora estoy en Santos, Brasil, en el Festival Mirada. El Ciervo Encantado es el único grupo de la Isla que participa, presenta Rapsodia para el mulo, con puesta de Nelda Castillo. Un ser extraño arrastra una carretilla y va recogiendo desperdicios dispersos. Los restos de un capitel; una foto de familia; los libros de Marx, Engels y Lenin; un viejo mural sindical convertido en el anuncio de una cafetería privada. Anulado su raciocinio, su capacidad de relacionar, de reaccionar incluso, el personaje que construye Mariela Brito aparece como un desecho más. Su cuerpo babeante y el acto de orinar en escena subrayan su condición de excluido, lo convierten en un objeto al margen de la Historia. El artificio y lo real se superponen. Termina la función y el aplauso demora. Los espectadores están sobrecogidos. El espectáculo habla directamente a su bios orgánico. El “animal” convoca lo humano esencial. Eficaz y radical la obra centellea como un espejo que devuelve la imagen más terrible de mi país. 

Evoco tres espectáculos recientes, realizados por los más notables creadores en activo de nuestra escena. Cada uno a su modo logra activar una reflexión polémica en torno al devenir de esta isla. Confluyen en ellos elementos que los espectadores pueden reconocer como signos de su pasado o compartir como visiones adelantadas de un tiempo por venir. Todas proponen de igual forma un diálogo franco, descarnado y sin concesiones con un presente que no cabe en ninguna de las fórmulas sociopolíticas establecidas por la academia. Vistas en la capital, en otra provincia e incluso en el extranjero, estas puestas cubanas hablan con y de nosotros en un idioma esencial que contrastan con esos estereotipos de lo que somos que circulan dentro y fuera de nuestras fronteras. Quizás únicamente en el espejo que ellas ofrecen podamos mirarnos en colectivo con la certeza de saber que de algún modo somos nosotros.

Descubro en las obras que menciono lo más valioso de nuestra tradición escénica. Más allá de las estéticas, de las estrategias particulares de lenguaje, de los modos de producción, nuestro mejor teatro es aquel que vivisecciona, interroga y confronta lo real; el que funde lo ritual, lo político y lo lúdico; el que se sustenta en una investigación rigurosa de los temas, el contexto y los medios expresivos; el que sostiene una voluntad subversiva y una aspiración transformadora; el que interroga y responde, una y otra vez: quiénes somos aquí y ahora. Hablo de tradición y podría, claro está, mencionar influencias y antecedentes; maestros y escuelas. Podría decir Virgilio Piñera, Francisco Morín, Vicente Revuelta, Roberto Blanco, Berta Martínez, Pepe y Carucha Camejo, Ramiro Guerra, José Abelardo Estorino, Armando Suárez del Villar, Flora Lauten, Marianela Boán, Víctor Varela, o hacer una larga lista de autores, actores, técnicos y espectáculos, pero para los más jóvenes los nombres notables de mi lista son acaso la evidencia de una práctica totalmente desconocida. Por eso prefiero señalar puestas de las que puedo hablar en igualdad de condiciones con mis alumnos.

III
Sostengo que el teatro de hoy prefigura la escena del porvenir y es cierto que corren otros tiempos. Cuando yo estudiaba, hace apenas quince años, solo podía leer textos de obras y ensayos sobre teatro. Fue mucho después de graduarme y siendo ya profesor que logré tener acceso a la vasta videoteca del Odin Teatret, en Dinamarca. Ahora mis alumnos, incluso pese a las dificultades de acceso a internet, almacenan videos de espectáculos completos que pasan de memoria a memoria. Distintos y sobre todo diversos son los referentes, sin embargo el contexto impone su ritmo. El acervo teatral depende del teatro que hemos visto, pero solo aquel que constituye una verdadera y sostenida experiencia de convivio marca nuestro destino. El teatro solo florece en el teatro. Por eso muchos son los llamados, muchos los escogidos, pero pocos los que se arriesgan a profundizar, los que se sacrifican, los que en verdad lo necesitan.

Trato de imaginar el teatro cubano del futuro. Miro por la ventana y veo a los niños jugando, no son mis hijos, pero cuando gritan reconozco el sonido de mi cuerpo. En realidad, no son niños y tampoco son gritos. Se trata de muchachos y muchachas que parlotean con cierto desparpajo. Algunos estuvieron en mi aula. Maldicen, increpan, camelan, representan que no representan. Algunos sustentan su práctica en una conducta cínica, calculadora, y por eso sus gestos no me seducen. Me niego a sustentar mi idea del futuro en un conjunto de ejercicios banales, seudointelectuales, estéticamente superficiales. Pero cómo puedo ser tan duro si los conozco, si sé lo que han comido, lo que han respirado. ¿Cómo separo al sujeto del síntoma? No es acaso el paternalismo una forma superior de la negligencia. En tiempos de desidia, apatía y abandono, cualquier castillo de naipes puede parecer un templo. Por eso no me interesan los que escogen el camino más fácil. Solo lo difícil es estimulante, nos recuerda Lezama.

Miro el horizonte y constato las múltiples maneras en que nuestros escenarios devuelven al espectador el retrato peculiar de una isla que desea ofrecer un nuevo rostro al mundo y también a sus habitantes. Sin embargo, aunque se hable una y otra vez entre nosotros de teatro posdramático, casi nada es pos en nuestras vidas cotidianas y esa conflictividad, esa tensión, atraviesa la escena y la sustenta. De algún modo el teatro siempre se adelanta y no ser consciente de ello podría resultar un premeditado acto de suicidio. Hoy otras formas de gestión muestran su eficacia frente a una institución indulgente, incapaz de atender las reales jerarquías. Por ello es imprescindible pensar en cómo se sustenta lo que hacemos y sobre todo en la manera en que nuestro movimiento escénico agencia su propia supervivencia. La escena cubana enrumba hacia otros puertos, asume nuevas alianzas y muestra un perfil en reconfiguración que nos habla, incluso desde lo que no exhibe, desde lo que rechaza, de un país distinto.

Concentrados en el porvenir muchas podrían ser las apuestas, pero solo tengo en la mano los espectáculos que exhiben un resultado concreto del trabajo. Siempre me ha gustado el modo en los espectadores japoneses de Nô premian a sus mejores intérpretes. Estás cansado, gritan. El cansancio es resultado de la acción, del trabajo, de la productividad. Las teorías pueden justificarlo todo, pero el teatro tiene que obrar de manera particular en el mundo, y no solo en el sentido artesanal, que implica concebir y producir la obra-objeto; sino también y sobre todo desde el punto de vista relacional, como acto-efecto. En ese sentido estoy en total acuerdo con el teórico alemán Hans-Thies Lehmann cuando insiste en que el gesto artístico del teatro contemporáneo “no se centra tanto en dar forma a un objeto estético de una puesta en escena, sino en exponer, construir, gestionar, desarrollar e inventar modos de comunicación y relación posibles en una situación teatral”1. Para que así sea hay que hacer funciones, hay que convocar a un público real, hay que salir del clóset.

La pregunta sería entonces si el teatro será capaz de seguir proponiendo nuevas formas de relación en el futuro. Vivimos el tiempo del internet y la realidad virtual. Cuando se acortan todas las distancias, paradójicamente, se acrecienta la sensación de soledad. En virtud del desarrollo tecnológico, entrar en contacto con el otro pasa por un sinnúmero de nuevas mediaciones que facilitan el control y por ello estimulan la necesidad de ocultarse digitalmente en otros nombres, otros rostros, otros cuerpos. Cada quien genera uno o varios avatares, máscaras que intentan una “vida” propia  en el ciberespacio. Si como nos recuerda la brasileña Suely Rolnik “hay cada vez menos oportunidades de conocer la realidad viva del mundo como materia-fuerza (“conocer” en el sentido de hacerse vulnerable a sus resonancias)”,2 no sería difícil concluir que el teatro está enfermo de muerte, que va a desaparecer.

En Cuba las tecnologías de la información y la comunicación no funcionan igual que en el resto del mundo, pero no hay dudas de que el campo cultural, en el sentido más amplio del término, se ha transformado notablemente en las últimas décadas. Por disímiles razones, la cultura zombi planetaria está también aquí, entre nosotros, y se acrecienta como resultado del avance de ese pragmatismo rampante, que se propaga incluso desde las instituciones del Estado, a partir de la implementación, en nombre del “sentido común”, de frías estrategias economicistas. Seamos realistas, pero cómo salvar al teatro que es, sin duda, una forma particular de la utopía. 

El ser humano sigue necesitando reconocerse en el otro como ente social y somático. Es algo que el teatro sabe, que el teatro hace. Soy radical y creo que el teatro es uno de los pocos acontecimientos de la realidad que nos permiten probar que aún existe la vida en la tierra, lo demás es testimonio, archivo, evidencia de una acción solitaria o grupal sobrevenida. La directora cubana Nelda Castillo me ha dicho recientemente que el teatro nos ofrece la posibilidad de redescubrir el fuego y que al teatrista le toca asumir el rol de Prometeo.3 El fuego aparece aquí como metáfora de la vida “en cuanto potencia de resistencia y de creación”. La llama evoca un cuerpo vibrátil.4 Son múltiples las connotaciones de esta imagen, pero no hay duda de que así vamos, cuerpo en vida y faro, con las viseras afuera, combatiendo por siempre con la muerte.

¿A dónde va el teatro? Respondo, como mi abuelo, con una sola frase: el teatro va a salvarnos.

* Versión del texto leído en la Fundación Ludwig de Cuba el 25 de octubre de 2014 como parte el panel ¿A dónde va el teatro?, organizado por el dramaturgo Reinaldo Montero en el contexto de la novena Semana de Teatro Alemán. El panel contó con la participación del teórico Hans Thies Lehmann, el crítico Jürgen Berger, el dramaturgo y director Roland Schimmelpfennig, todos de Alemania. También participó por Cuba el director y pedagogo Carlos Celdrán, líder del colectivo Argos Teatro.

Notas
1 Hans-Thies Lehmann: “Algunas notas sobre el teatro posdramático diez años después”, en Repensar la dramaturgia, errancia y transformación, Centro Párraga y Centro de Estudios Avanzados del Arte Contemporáneo, Murzia, 2010.

2 Suely Rolnik: “El ocaso de la víctima: La creación se libra del rufián y se reencuentra con la resistencia”, Zehar: revista de Arteleku-ko aldizkaria, n. 68, 2010.

3 Al mito de Prometeo se dedica una de las más notables obras del teatro griego antiguo comúnmente atribuida a Esquilo, aunque esto es tema que aún se discute. También con ese nombre el director cubano Francisco Morín fundó en 1947 una revista de teatro y un año después su propio grupo.

4 Suely Rolnik: ob. cit.

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