Jaime Gómez Trina
Teatral y al mismo
tiempo altamente poética, la obra dramatúrgica de Arístides Vargas es una de
las más notables del continente. Argentino de origen, exiliado y radicado en
Ecuador desde 1967, donde creó Malayerba, uno de los colectivos
latinoamericanos de mayor reconocimiento, Arístides, el Negro, es también actor
y director, a lo cual se debe su estilo sintético y lúdico, esencialmente
concentrado en el personaje como principal motor de una dramaticidad que se
asienta finalmente en la palabra.
Voz y discurso
individual tejen las redes biográficas a partir de las cuales el autor construye
un peculiar cronotopo, un espacio sin bordes definidos, una temporalidad que
eterniza esos pequeñísimos gestos que develan una identidad fragmentada.
Bordados con absoluta maestría, los personajes de Arístides seducen por su complejidad,
son seres tremendamente individuales y al mismo tiempo son un conglomerado de
rostros conocidos, una multitud que debate los cauces de una existencia que se
bifurca y recomienza una y otra vez.
El exilio, la
violencia ejercida sobre la mujer y la falta de libertad son las principales
temáticas de las tres obras que recoge el volumen publicado en la colección
Pasamanos, del Fondo Editorial Casa. No obstante, esos tópicos, quizás los más
transitados en la escena latinoamericana, adquieren aquí una renovada
connotación en tanto son abordados desde una sensorialidad que recorta momentos
específicos y poetiza, desde el espacio material de la escena, encuentros y
desencuentros.
Los personajes de Nuestra Señora de las Nubes, habitantes
de “un país que no existe porque dejaron de existir en él”, se enfrentan a sus recuerdos
mientras hacen y deshacen las maletas de un viaje sin destino preciso y sin final.
Ese viaje, por entre gente que los mira como marcianos, es esencialmente un
obligado y necesario regreso al punto de partida. Conjuro contra el olvido, la
obra es un canto a los pequeños pueblos y sus vecinos, a esas historias por
todos compartidas y a la familia. Y es más: es una muy peculiar introspección
en el ser latinoamericano, protagonista de constantes desplazamientos.
La muchacha de los libros usados presenta el
dibujo preciso de la violencia ejercida sobre una mujer que, en medio del más
terrible abandono, dicta su historia de infinitos sometimientos y drásticas
consecuencias. “La muchacha siempre hablará de alguien que no sabe quién es”,
dice la acotación que devela la esencia de conflicto. El silencio es aquí otra
forma de exilio, la ausencia de una voz propia la más terrible de las condenas.
Otra vez una arquitectura de la memoria, en la cual no operan las tradicionales
categorías de la dramaturgia y donde la palabra levanta imágenes y sonoridades
que sustentan más que una cadena de sucesos, una atmósfera que es alma trunca y
vacío, una ausencia terrible y densa que se instala adentro y que aniquila.
No obstante, más
allá del dolor e incluso de la total ausencia de libertad, existe la
posibilidad de la poesía, que es aquí una forma particular de la nostalgia y al
mismo tiempo su mejor antídoto. Esa poesía que libera y salva es el centro
mismo de La razón blindada, una
peculiarísima versión de El Quijote, donde historia narrada es acción pura de
evasión y rebeldía. Otra vez la palabra refundando la utopía, recuperando ese
centro que escapa o nos arrebatan. Otra vez el lenguaje como cuchillo filoso
que quiebra el vacío y emancipa, en tanto es soporte de ideas fundamentales
para nuevas y mejores construcciones.
Y recuerdo que
hablamos de teatro, de acciones vivas, de emoción, hay en estos textos miles de
puestas posibles. Las que hemos visto en Cuba, bajo la dirección del propio
autor, están entre ellas y son al mismo tiempo parte inalienable de un proceso
de escritura que tiene en la escena misma y en los actores una instancia de
verificación y amplificación, que finalmente queda también hecha voz en las
versiones quizás definitivas que este volumen ha puesto a circular entre el público cubano, conocedor
y admirador del teatro de este autor.
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