En medio del paisaje teatral cubano, la obra dramatúrgica de Reinaldo Montero, se alza como rara avis. La coherencia temática y, más aún, la cohesión poética que la sustentan ubican a este autor, que por demás campea también en los predios del cuento, la novela y el ensayo, en la lista de nuestros más atendibles dramaturgos. No conforme con el libro y el lector, Montero, aspira a la recepción plural que acompaña el devenir de una puesta, siendo quizá ese intercambio vivo, la posibilidad de un diálogo fecundo, aquí y ahora, con el espectador, lo que más lo seduce del teatro. Así sus piezas erigen un debate de ideas que aspira al ágora y al mismo tiempo revelan una estrategia formal de construcción y discusión en torno a la propia posibilidad de narrar o recomponer una historia.
Distante desde sus primeros textos de los límites que cercan al naturalismo y al realismo, Montero, asume una búsqueda que junta de algún modo los referentes pirandellianos y brechtianos, a la vez que continúa una tradición que en el teatro cubano tiene sus más altas cumbres en Electra Garrigó, de Virgilio Piñera; María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa y Morir del cuento, de Abelardo Estorino. Exhibir lo propiamente teatral, mostrar el andamiaje tras la ilusión, armar la situación dramática frente al espectador, son recursos que le permiten, mediante el ejercicio de una escritura escénica autoconsciente, generar esa distancia reflexiva que subraya el enfrentamiento de ideas y puntos de vista. De este modo sus piezas muestran el gran teatro del mundo a partir de personajes ―y sigo aquí lo propuesto por Lionel Abel— que se saben dramáticos de antemano porque ya los dramatizó “el mito, la leyenda o la literatura del pasado”. Así, más allá de lo estrictamente psicológico, los personajes de Montero son mensajeros de un autor que prefiere fragmentar su voz para mostrar las múltiples caras de un conflicto principal: el del hombre que, en diálogo con su contexto, debe enfrentar sus propias limitaciones y dudas.
Integran la más temprana producción de este autor, obras como Con tus palabras (1984) y Memorias de la lluvia (1989), las cuales indagan ya en torno a problemáticas que serán permanentes en su dramaturgia. Las angustias cotidianas del cubano de a pie aparecen en esos textos vinculadas a escenarios propios de la dramaturgia de los 80. En ambas obras es la fábrica el ámbito de análisis, siendo, a mi juicio, el principal hallazgo de estos textos la creación de personajes complejos e inconformes que discuten sobre su realidad a la vez que intentan participar en su transformación. La división en cuadros, la presencia de actores que hablan directamente al espectador, los largos textos narrativos que alternan con fragmentos representados y la posible incorporación de diversos roles por un mismo actor, dan cuerpo desde esas páginas a una estética que reflexiona sobre los propios mecanismos de la teatralidad, la cual tendrá un desarrollo progresivo y estará presente también en sus más recientes obras.
En un tono de cámara y con una estructura menos compleja, aunque sin renunciar del todo a las posibilidades de representación del pasado a partir de la introducción de saltos espacio-temporales, Aquiles y la tortuga (1988), reconstruye la aporía al interior de las relaciones de una pareja divorciada que comparte no solo la misma casa, sino también una común angustia por recuperar su matrimonio. Ambos personajes albergan una esperanza que el autor no pone de manera directa en sus diálogos. Son esta vez las pequeñas acciones las van revelando el deseo que sienten aún el uno por el otro, incluso más allá de sus encontrados puntos de vista.
En línea con la dramaturgia escrita durante la segunda mitad de la década, esta pieza intimista recuerda otros textos del teatro cubano, entre los que podríamos mencionar a Weekend en Bahía, de Alberto Pedro Torriente y Los gatos, de Víctor Varela, piezas que representan dos polos dentro de esa producción que escoge a la pareja como centro de atención desde donde irradiar hacia otras zonas de la realidad. La pieza de Montero, sin embargo, prefiere no desbordar los marcos de una relación de dos, y propone una suerte de competencia doméstica que mucho exige de los actores, en tanto es fundamentalmente lo que ambos personajes ocultan o por orgullo no dicen, lo que mantiene la tensión del enfrentamiento.
Obra ya de una innegable madurez, Los equívocos morales (1994), muestra un salto en la producción de Montero, no solo porque abandona el referente más inmediato para hurgar en la historia de Cuba, estrategia que le permite poner al centro del debate un grupo de impostergables interrogantes en torno al devenir y al destino de la nación, sino porque en su construcción lleva a límites insospechados las búsquedas formales que habían caracterizado sus primeras entregas, presentándonos un retablo en el que se superponen y simultanean acciones diversas.
Tres personajes “esperpénticos”, a medio camino entre las máscaras de la comedia dell' arte y las creaciones de Valle Inclán, presentan y arman ante nuestros ojos una visión propia de la guerra hispano-cubano-norteamericana, una historia que están obligados a repetir una y otra vez. La infinita regeneración de los sucesos los obliga a activar la parodia como signo de rebeldía frente a una tarea que es siempre la misma. Serán justamente estos personajes quienes propicien una mirada extrañada que esquiva la manida solemnidad con que solemos acercarnos al pasado. El teatro de operaciones militares ha sido convertido esta vez en escenario para, mediante el juego de convenciones, dirigir nuestra atención hacia el futuro de la isla, permanentemente amenazada por carencias materiales de todo tipo y por enormes presiones externas que buscan volver a imponer una agenda anexionista.
La ciudad hambreada y bloqueada es el escenario de un debate moral que tiene lugar al interior de un hombre. Vacilante ante su deber, el almirante Pascual Cervera queda convertido en un personaje de tragedia que ha de cumplir el “inexorable” mandato de la corona española incluso cuando, sabiéndose perdido de antemano, deba sacrificar la vida de muchos inocentes.
Más allá de su decisión, el grumete Balboa sostiene una relación con Tica, que no sabemos si responde a los ciertos mandatos del amor o la necesidad que superpone intereses y conveniencias de ambas partes. Mientras, Angustia y Dolores, tías de Tica, harán lo posible por ocultar los pormenores de esa relación a la que no dejan de sacar partido, en tanto espías que llevan y traen noticias a los mambises que desde las lomas cercan la ciudad.
La guerra como circunstancia obliga a pensar en Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, y en el mecanismo de la parábola tantas veces empleado en la escena cubana desde los albores del romanticismo decimonónico, no obstante, el planteamiento es esta vez diferente. En Los equívocos morales, Montero quiebra el tono épico y en lugar de una parábola muestra la representación de una historia pasada, con hombres y mujeres de carne y hueso que dudan y temen. Puestos sobre la escena, rodeados de barcos de papel, la muerte y resurrección de estos personajes más que exorcismo es una alerta que rehúye de lo estrictamente didáctico y nos hace pensar en el presente.
Con una estructura más tradicional, en tanto se sustenta en el apego al texto de Eurípides, Medea (1996), plantea una actualización del clásico que indaga en la estructura del mito a la vez que subraya el tema de la emigración proponiendo una lectura parabólica más nítida. En línea con la tradición nacional que integran las ya mencionadas obras de Piñera y Arrufat y a la cual deberíamos sumar la Medea en el espejo, de José Triana, la pieza de Montero desacraliza y subvierte a lo cubano, estrategia que se expresa fundamentalmente en uso de un lenguaje coloquial que contrasta con el referente aportado por la tradición.
La doctora Elina Miranda ha estudiado esta pieza a fondo en su texto “Medea y su palinodia” (2006), centrando su atención en las principales variaciones del canon que introduce el autor cubano. Montero escoge una salida teatral para el final de la pieza que altera el mito tal como lo recibimos de Eurípides. La nueva Medea mata a sus hijos sin matarlos, muestra a Jasón pedazos de corderos envueltos en la ropa de los niños y le hace pensar que los ha asesinado. Luego pide al Pedagogo que los prepare como unos perfectos simples, alejándolos de este modo “lo más posible de la tristeza”. Así da un vuelco definitivo a la tradición que la presenta como una figura aterradora, hechicera y asesina de sus hijos, para erigirse en una emigrante que asume su existencia a partir de continuos desplazamientos y de procesos diversos de asimilación.
De la doctora Graziella Pogolotti toma Reinaldo Montero una idea que vertebra toda la pieza y que pone definitivamente en boca de la propia Medea para sustentar su condición errante, su capacidad de mutar, de transformarse. "Sí, la isla son los puertos —dice el personaje—. Los puertos, el límite de las esperanzas, el ansia de una cosa distinta, el más maleable y feraz reducto de la insularidad. Los puertos revelan la necesidad de asimilación y cambio" (1997: 67-68).
En Medea la conciencia clara de un destino que la conduce hacia un destino “inexorable”, que la lleva a enfrentar el poder y sus instrumentos con firme determinación, es ante todo autoconciencia de sí misma, en tanto personaje que se sabe parte de una trama en construcción que ella puede manipular y culminar. El Pedagogo, quien ha guiado sus pasos lanzando los dados una y otra vez, proponiendo lo más conveniente, tendrá su cargo la versión oficial de la historia, aquella que hace permanente el mito en la literatura y en la escena y que libera a la mujer real del peso horrendo de su destino. Al final de la pieza Medea acepta esa versión, “perfecto” —dice— y parte hacia Atenas como despojándose de sí misma, finalmente libre.
Distante desde sus primeros textos de los límites que cercan al naturalismo y al realismo, Montero, asume una búsqueda que junta de algún modo los referentes pirandellianos y brechtianos, a la vez que continúa una tradición que en el teatro cubano tiene sus más altas cumbres en Electra Garrigó, de Virgilio Piñera; María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa y Morir del cuento, de Abelardo Estorino. Exhibir lo propiamente teatral, mostrar el andamiaje tras la ilusión, armar la situación dramática frente al espectador, son recursos que le permiten, mediante el ejercicio de una escritura escénica autoconsciente, generar esa distancia reflexiva que subraya el enfrentamiento de ideas y puntos de vista. De este modo sus piezas muestran el gran teatro del mundo a partir de personajes ―y sigo aquí lo propuesto por Lionel Abel— que se saben dramáticos de antemano porque ya los dramatizó “el mito, la leyenda o la literatura del pasado”. Así, más allá de lo estrictamente psicológico, los personajes de Montero son mensajeros de un autor que prefiere fragmentar su voz para mostrar las múltiples caras de un conflicto principal: el del hombre que, en diálogo con su contexto, debe enfrentar sus propias limitaciones y dudas.
Integran la más temprana producción de este autor, obras como Con tus palabras (1984) y Memorias de la lluvia (1989), las cuales indagan ya en torno a problemáticas que serán permanentes en su dramaturgia. Las angustias cotidianas del cubano de a pie aparecen en esos textos vinculadas a escenarios propios de la dramaturgia de los 80. En ambas obras es la fábrica el ámbito de análisis, siendo, a mi juicio, el principal hallazgo de estos textos la creación de personajes complejos e inconformes que discuten sobre su realidad a la vez que intentan participar en su transformación. La división en cuadros, la presencia de actores que hablan directamente al espectador, los largos textos narrativos que alternan con fragmentos representados y la posible incorporación de diversos roles por un mismo actor, dan cuerpo desde esas páginas a una estética que reflexiona sobre los propios mecanismos de la teatralidad, la cual tendrá un desarrollo progresivo y estará presente también en sus más recientes obras.
En un tono de cámara y con una estructura menos compleja, aunque sin renunciar del todo a las posibilidades de representación del pasado a partir de la introducción de saltos espacio-temporales, Aquiles y la tortuga (1988), reconstruye la aporía al interior de las relaciones de una pareja divorciada que comparte no solo la misma casa, sino también una común angustia por recuperar su matrimonio. Ambos personajes albergan una esperanza que el autor no pone de manera directa en sus diálogos. Son esta vez las pequeñas acciones las van revelando el deseo que sienten aún el uno por el otro, incluso más allá de sus encontrados puntos de vista.
En línea con la dramaturgia escrita durante la segunda mitad de la década, esta pieza intimista recuerda otros textos del teatro cubano, entre los que podríamos mencionar a Weekend en Bahía, de Alberto Pedro Torriente y Los gatos, de Víctor Varela, piezas que representan dos polos dentro de esa producción que escoge a la pareja como centro de atención desde donde irradiar hacia otras zonas de la realidad. La pieza de Montero, sin embargo, prefiere no desbordar los marcos de una relación de dos, y propone una suerte de competencia doméstica que mucho exige de los actores, en tanto es fundamentalmente lo que ambos personajes ocultan o por orgullo no dicen, lo que mantiene la tensión del enfrentamiento.
Obra ya de una innegable madurez, Los equívocos morales (1994), muestra un salto en la producción de Montero, no solo porque abandona el referente más inmediato para hurgar en la historia de Cuba, estrategia que le permite poner al centro del debate un grupo de impostergables interrogantes en torno al devenir y al destino de la nación, sino porque en su construcción lleva a límites insospechados las búsquedas formales que habían caracterizado sus primeras entregas, presentándonos un retablo en el que se superponen y simultanean acciones diversas.
Tres personajes “esperpénticos”, a medio camino entre las máscaras de la comedia dell' arte y las creaciones de Valle Inclán, presentan y arman ante nuestros ojos una visión propia de la guerra hispano-cubano-norteamericana, una historia que están obligados a repetir una y otra vez. La infinita regeneración de los sucesos los obliga a activar la parodia como signo de rebeldía frente a una tarea que es siempre la misma. Serán justamente estos personajes quienes propicien una mirada extrañada que esquiva la manida solemnidad con que solemos acercarnos al pasado. El teatro de operaciones militares ha sido convertido esta vez en escenario para, mediante el juego de convenciones, dirigir nuestra atención hacia el futuro de la isla, permanentemente amenazada por carencias materiales de todo tipo y por enormes presiones externas que buscan volver a imponer una agenda anexionista.
La ciudad hambreada y bloqueada es el escenario de un debate moral que tiene lugar al interior de un hombre. Vacilante ante su deber, el almirante Pascual Cervera queda convertido en un personaje de tragedia que ha de cumplir el “inexorable” mandato de la corona española incluso cuando, sabiéndose perdido de antemano, deba sacrificar la vida de muchos inocentes.
Más allá de su decisión, el grumete Balboa sostiene una relación con Tica, que no sabemos si responde a los ciertos mandatos del amor o la necesidad que superpone intereses y conveniencias de ambas partes. Mientras, Angustia y Dolores, tías de Tica, harán lo posible por ocultar los pormenores de esa relación a la que no dejan de sacar partido, en tanto espías que llevan y traen noticias a los mambises que desde las lomas cercan la ciudad.
La guerra como circunstancia obliga a pensar en Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, y en el mecanismo de la parábola tantas veces empleado en la escena cubana desde los albores del romanticismo decimonónico, no obstante, el planteamiento es esta vez diferente. En Los equívocos morales, Montero quiebra el tono épico y en lugar de una parábola muestra la representación de una historia pasada, con hombres y mujeres de carne y hueso que dudan y temen. Puestos sobre la escena, rodeados de barcos de papel, la muerte y resurrección de estos personajes más que exorcismo es una alerta que rehúye de lo estrictamente didáctico y nos hace pensar en el presente.
Con una estructura más tradicional, en tanto se sustenta en el apego al texto de Eurípides, Medea (1996), plantea una actualización del clásico que indaga en la estructura del mito a la vez que subraya el tema de la emigración proponiendo una lectura parabólica más nítida. En línea con la tradición nacional que integran las ya mencionadas obras de Piñera y Arrufat y a la cual deberíamos sumar la Medea en el espejo, de José Triana, la pieza de Montero desacraliza y subvierte a lo cubano, estrategia que se expresa fundamentalmente en uso de un lenguaje coloquial que contrasta con el referente aportado por la tradición.
La doctora Elina Miranda ha estudiado esta pieza a fondo en su texto “Medea y su palinodia” (2006), centrando su atención en las principales variaciones del canon que introduce el autor cubano. Montero escoge una salida teatral para el final de la pieza que altera el mito tal como lo recibimos de Eurípides. La nueva Medea mata a sus hijos sin matarlos, muestra a Jasón pedazos de corderos envueltos en la ropa de los niños y le hace pensar que los ha asesinado. Luego pide al Pedagogo que los prepare como unos perfectos simples, alejándolos de este modo “lo más posible de la tristeza”. Así da un vuelco definitivo a la tradición que la presenta como una figura aterradora, hechicera y asesina de sus hijos, para erigirse en una emigrante que asume su existencia a partir de continuos desplazamientos y de procesos diversos de asimilación.
De la doctora Graziella Pogolotti toma Reinaldo Montero una idea que vertebra toda la pieza y que pone definitivamente en boca de la propia Medea para sustentar su condición errante, su capacidad de mutar, de transformarse. "Sí, la isla son los puertos —dice el personaje—. Los puertos, el límite de las esperanzas, el ansia de una cosa distinta, el más maleable y feraz reducto de la insularidad. Los puertos revelan la necesidad de asimilación y cambio" (1997: 67-68).
En Medea la conciencia clara de un destino que la conduce hacia un destino “inexorable”, que la lleva a enfrentar el poder y sus instrumentos con firme determinación, es ante todo autoconciencia de sí misma, en tanto personaje que se sabe parte de una trama en construcción que ella puede manipular y culminar. El Pedagogo, quien ha guiado sus pasos lanzando los dados una y otra vez, proponiendo lo más conveniente, tendrá su cargo la versión oficial de la historia, aquella que hace permanente el mito en la literatura y en la escena y que libera a la mujer real del peso horrendo de su destino. Al final de la pieza Medea acepta esa versión, “perfecto” —dice— y parte hacia Atenas como despojándose de sí misma, finalmente libre.
Con Fausto (2000), Montero continúa la tradición que él mismo reconoce, solo que esta vez se apartan de la antigüedad clásica para acercarse a un arquetipo que le permite indagar en la naturaleza humana. Fausto, el hombre, representa a todo aquel que aspira a escapar de sus propias limitaciones y comprender los misterios y arcanos de una existencia que ha perdido sentido. Pero a Montero le interesa este personaje en tanto puede transferir su historia hacia un contexto más cercano. Fausto es esta vez un cubano infeliz, inconforme con su suerte y fatigado ante tanto razonamiento inútil, un cubano que ha visto colapsar sus más ciertas utopías, que pacta con un ser poderoso en busca de una verdad tangible y definitiva, pues “cansa el tráfico de falsas verdades”.
Escapando de lo inmediato, el autor construye la trama en el teatro, el cubano Fausto, existe únicamente en el escenario, rodeado de personajes estridentes y de escenografía. Margarita, Helena, el perro, Mefistófeles, el vaso de ron, Dios, el viaje y los oscuros manejos del poder, participan de una escena que mueve ideas en torno a las razones que justifican su permanencia en la isla, atenazado entre privaciones de diversa índole y los más elevados ejercicios del espíritu.
Otra vez aparece el juego, en Medea fueron los dados que hacen visible cábalas pitagóricas, en Fausto será la jamás terminada partida de ajedrez que crea un paralelo con la conocida película de Bergman, en tanto presenta al hombre que, en su eterna búsqueda de la felicidad, reta a la propia muerte. Sin embargo, es esta vez Mefistófeles quien desea el reencuentro con Dios, a través del alma de un Fausto más atenido a las certezas cotidianas que llegan de la mano de Margarita, una jinetera que le gusta y con la cual aspira a fundirse en busca de “la imagen humana completa”. (2003: 47).
Blasfemias, desolación e incertidumbre pueblan un escenario donde se funda un debate sobre la existencia práctica del hombre en diálogo con sus más permanentes utopías. La idea de un pacto en busca de un instante feliz, abre desde esta perspectiva la posibilidad de una reflexión sobre la permanencia y la mutación, una vez más aparece superpuestas la idea del cambio y la renuncia. Mientras, el final de la pieza subraya los recursos que la connotan como un drama autoconsciente. El propio Fausto encuentra la felicidad en la medida en que junta diversos puntos de vista sobre el papel de Dios en la creación del mundo. Interrogado sobre el tema, Mefistófeles responde: “Qué voy a saber yo. Yo soy una actriz”. (2003: 69).
Por su parte La violación (2004), regresa al tono íntimo del teatro de cámara, para entregar una pieza amarga. Tres amigos se encuentran luego de mucho tiempo sin verse, recogen una mujer en la calle y la llevan a la casa con la idea firme de violarla. La mujer se resiste y no se resiste, es un enigma, un fantasma, un catalizador. El acto mismo de la violación se posterga a medida que se van develando diversos momentos del pasado común de los tres amigos. Sin duda, vuelve aparecer aquí la idea del hombre enfrentado a sus propios temores y al otro.
La obra emparentada en cierto modo con la dramaturgia de Jean Paul Sartre, remite a un diálogo existencial intenso y tremendamente doloroso. Una tras otras van cayendo al suelo unas máscaras que ocultan la frustración ante una vida inútil, sin expectativas, sin futuro. El deseo, el poder, la obsesión por el eterno femenino, el vacío que anula, las pequeñas acciones que no son más que rutina y desesperanza. Otra vez la preocupación por el pasado, por aquello que debimos ser y que se escapó sin que nos diéramos cuenta, vuelve a ser tema al interior de una pieza de personajes que exhiben el fracaso como un artículo de colección, “un paisaje después de la batalla”.
Hay en esta obra un cambio de signo o más bien un regreso a un sistema que el autor ya había trabajado antes en Aquiles y la tortuga. Personajes que compiten entre sí, sin definir una meta precisa, voces dispersas, infinitas palabras no dichas, pequeños actos cotidianos y hasta cierto punto vacíos. La violación habla indirectamente de la violencia de una circunstancia que aprisiona y aniquila, es antes que la presentación de personajes bien definidos e individuales, la exposición de un ser coral, alegoría del hombre que pierde el rumbo en medio de la tormenta.
Como en las obras de Chejov, aparece aquí una reflexión sobre el contexto, que repite con otros mecanismos una misma estrategia. Montero genera siempre una condición o atmósfera extraña, que obliga a una lectura en profundidad. La obra es representación de un mundo en el que una y otra vez se representa, copia de la copia que permite mirar más allá de lo inmediato.
Una vez más salta a la vista, incluso desde su inversión, la existencia de esa autoconciencia que activa una peculiar relación con el lector espectador. Sobre este tema ha escrito Catherine Larson en su texto: “El metateatro, la comedia y la crítica: hacia una nueva interpretación”. “El metateatro —nos dice Larson— produce una perspectiva doble para el espectador, ofreciendo modelos para entender mejor las estructuras fundamentales del teatro y la experiencia del mundo como una construcción artificial, una red de sistemas semióticos interdependientes. Consecuentemente, el metateatro cuestiona la relación no solo entre el teatro y la identidad humana, sino también la relación entre la vida y el arte, entre el mundo del teatro y el mundo fuera del teatro”.
Es en Liz, una de las más recientes obras de Montero, galardonada con el Fray Luis de León el pasado año, donde estos recursos llegan a la apoteosis. El autor ha identificado la pieza como una “Missa cum figuris a Christopher Marlowe”, un subtítulo inquietante si pensamos en el cruce rotundo que propone. El dramaturgo dirá más adelante que se trata de “una sucesión de voces y acciones, de atmósferas y teatralidad”. La acotación es perfecta, la pieza es un gran fresco sobre el mundo isabelino, un ritual político que superpone imágenes y personajes en torno a la figura real, mientras, dos personajes totalmente distanciados de la trama, observan y comentan los hechos como privilegiados espectadores de una representación que saben ha de seguir un curso previamente convenido.
Informada sobre las ideas heréticas que en torno a Dios se debaten en el círculo de la Escuela de la Noche, la Reina exige una investigación que conduce al asesinato de Marlowe. Intrigas cortesanas y una siniestra administración del poder se contraponen a la posibilidad de emancipación que representa en este caso la idea del ateísmo.
Como en Fausto, aquí también se habla de un Dios intangible, que se escapa, que no se hace presente, para desde ahí profundizar en los vericuetos y complejidades del ejercicio de poder. Parábola nítida, la obra habla fundamentalmente del derecho a pensar y expresar ideas divergentes. Mas no lo hace de manera superficial, sino desde la reconstrucción de un escenario tan peculiar como la Inglaterra isabelina, siendo la Reina, en tanto rehén de una circunstancia histórica precisa que la obliga a tomar determinaciones drásticas, el principal y más vivo personaje de la pieza; quizá, junto a Medea, el más complejo e intenso en toda la dramaturgia de Reinaldo Montero.
Como en Los equívocos morales, el autor no construye un drama histórico, sino que manipula libremente los hechos para entregar múltiples puntos de vista. Recurre una vez más, para lograrlo, a la humanización de los personajes con la intención de hacer más vivo el conflicto planteado. Ahora, humanizar significa aquí poner en estado de contradicción y, por eso, Liz surge ante nosotros como un personaje escindido, roto, dividido en dos partes: en una el deseo de la carne, los fantasmas que piden cuentas; en otros el estado y el deber, lo que se espera de una Reina.
Sin embargo, la principal estrategia de sentido vuelve a estar aparejada al recurso de la teatralización, de la carnavalización, incluso. Tengamos en cuenta que esta pieza propone desde el inició la superposición de múltiples roles en un mismo actor, lo cual casi obliga a pensar en una comedia de máscaras, un juego cruel de infinitas sucesiones que incluso continúa más allá de la muerte. Es justamente ese sentido lúdico, que arma y deconstruye la obra frente a los espectadores lo que activa una comunicación directa con la platea, en tanto ofrece al mismo tiempo la fábula y su comentario. Desde una visión crítica de absoluta inspiración brechtiana, los actores 1 y 2, sostienen puntos de vista encontrados, que revisan, subrayan o juzgan la acción principal, la técnica extraña la recepción, pone obstáculos al sentido común, con el objetivo de amplificar el debate, de mover el pensamiento.
En su antología Morir del texto, la investigadora Rosa Ileana Boudet, plantea que Montero representa, dentro de su selección, “al autor que dramático en solitario que, pese a conocer la escena, asume sus retos como literatura” (Boudet, 1995: XV). Al parecer esa idea es exacta, posee el autor una idea peculiar del teatro que sustenta su poética y que se relaciona, sin duda, con su larga experiencia como asesor y dramaturgo de puestas imprescindibles de la escena cubana. Reinaldo Montero, conoce el teatro por dentro, las resistencias y potencialidades del actor, el trabajo de síntesis y resignificación que conduce a la puesta en escena. Por eso, concibe su obra como una posibilidad de representación que abre y multiplica sentidos sobre el teatro mismo y sus estrategias de comunicación con el público, manteniendo siempre una voz peculiar que lo singulariza dentro de esa línea del teatro cubano a la que también pertenecen el José Triana de La noche de los asesinos, el Carlos Felipe de El Chino, y el Abelardo Estorino de Vagos rumores; que da fe del empleo de los mecanismos y procedimientos del teatro dentro del teatro como una singular manera de discutir y refractar su tiempo.
No obstante, al principio he dicho rara avis, y fundo ese criterio en el hecho de que la dramaturgia es para Reinaldo Montero un ejercicio autónomo, literario y político al mismo tiempo. Como bien ha explicado Omar Valiño (2004), quizá quien más ha estudiado sus piezas, su obras pertenecen a “un teatro de ideas, de tesis”, son la puesta en acción de un pensamiento que toma cuerpo a través de situaciones y personajes que se saben teatro, representación que arroja luz sobre aspectos siempre complejos de la realidad, que se torna, desde la superposición de múltiples escenarios, debate intenso y siempre fértil, que aspira a la plaza pública, al gentío, al coro que amplifica, repiensa y devuelve, atrapado en la subversiva legalidad que cada pieza instaura, sus propias incertidumbres; reflexión sobre el hombre y sus circunstancias que cala hondo e interroga, no responde.
Referencias:
Larson, Catherine (1989): “El metateatro, la comedia y la crítica: hacia una nueva interpretación”, en AIH, actas X. Publicado en http://cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/10/aih_10_2_012.pdf
Miranda, Elina (2006): “Medea y su palinodia”, en Calzar el coturno americano. Ediciones Alarcos. La Habana.
Montero, Reinaldo (1997): Medea. Ediciones Unión. La Habana.
______________ (2003): Fausto. Letras Cubanas. La Habana.
Valiño, Omar (2004): “El rito de la fragilidad humana”, en La violación. Ediciones Alarcos. La Habana.
Escapando de lo inmediato, el autor construye la trama en el teatro, el cubano Fausto, existe únicamente en el escenario, rodeado de personajes estridentes y de escenografía. Margarita, Helena, el perro, Mefistófeles, el vaso de ron, Dios, el viaje y los oscuros manejos del poder, participan de una escena que mueve ideas en torno a las razones que justifican su permanencia en la isla, atenazado entre privaciones de diversa índole y los más elevados ejercicios del espíritu.
Otra vez aparece el juego, en Medea fueron los dados que hacen visible cábalas pitagóricas, en Fausto será la jamás terminada partida de ajedrez que crea un paralelo con la conocida película de Bergman, en tanto presenta al hombre que, en su eterna búsqueda de la felicidad, reta a la propia muerte. Sin embargo, es esta vez Mefistófeles quien desea el reencuentro con Dios, a través del alma de un Fausto más atenido a las certezas cotidianas que llegan de la mano de Margarita, una jinetera que le gusta y con la cual aspira a fundirse en busca de “la imagen humana completa”. (2003: 47).
Blasfemias, desolación e incertidumbre pueblan un escenario donde se funda un debate sobre la existencia práctica del hombre en diálogo con sus más permanentes utopías. La idea de un pacto en busca de un instante feliz, abre desde esta perspectiva la posibilidad de una reflexión sobre la permanencia y la mutación, una vez más aparece superpuestas la idea del cambio y la renuncia. Mientras, el final de la pieza subraya los recursos que la connotan como un drama autoconsciente. El propio Fausto encuentra la felicidad en la medida en que junta diversos puntos de vista sobre el papel de Dios en la creación del mundo. Interrogado sobre el tema, Mefistófeles responde: “Qué voy a saber yo. Yo soy una actriz”. (2003: 69).
Por su parte La violación (2004), regresa al tono íntimo del teatro de cámara, para entregar una pieza amarga. Tres amigos se encuentran luego de mucho tiempo sin verse, recogen una mujer en la calle y la llevan a la casa con la idea firme de violarla. La mujer se resiste y no se resiste, es un enigma, un fantasma, un catalizador. El acto mismo de la violación se posterga a medida que se van develando diversos momentos del pasado común de los tres amigos. Sin duda, vuelve aparecer aquí la idea del hombre enfrentado a sus propios temores y al otro.
La obra emparentada en cierto modo con la dramaturgia de Jean Paul Sartre, remite a un diálogo existencial intenso y tremendamente doloroso. Una tras otras van cayendo al suelo unas máscaras que ocultan la frustración ante una vida inútil, sin expectativas, sin futuro. El deseo, el poder, la obsesión por el eterno femenino, el vacío que anula, las pequeñas acciones que no son más que rutina y desesperanza. Otra vez la preocupación por el pasado, por aquello que debimos ser y que se escapó sin que nos diéramos cuenta, vuelve a ser tema al interior de una pieza de personajes que exhiben el fracaso como un artículo de colección, “un paisaje después de la batalla”.
Hay en esta obra un cambio de signo o más bien un regreso a un sistema que el autor ya había trabajado antes en Aquiles y la tortuga. Personajes que compiten entre sí, sin definir una meta precisa, voces dispersas, infinitas palabras no dichas, pequeños actos cotidianos y hasta cierto punto vacíos. La violación habla indirectamente de la violencia de una circunstancia que aprisiona y aniquila, es antes que la presentación de personajes bien definidos e individuales, la exposición de un ser coral, alegoría del hombre que pierde el rumbo en medio de la tormenta.
Como en las obras de Chejov, aparece aquí una reflexión sobre el contexto, que repite con otros mecanismos una misma estrategia. Montero genera siempre una condición o atmósfera extraña, que obliga a una lectura en profundidad. La obra es representación de un mundo en el que una y otra vez se representa, copia de la copia que permite mirar más allá de lo inmediato.
Una vez más salta a la vista, incluso desde su inversión, la existencia de esa autoconciencia que activa una peculiar relación con el lector espectador. Sobre este tema ha escrito Catherine Larson en su texto: “El metateatro, la comedia y la crítica: hacia una nueva interpretación”. “El metateatro —nos dice Larson— produce una perspectiva doble para el espectador, ofreciendo modelos para entender mejor las estructuras fundamentales del teatro y la experiencia del mundo como una construcción artificial, una red de sistemas semióticos interdependientes. Consecuentemente, el metateatro cuestiona la relación no solo entre el teatro y la identidad humana, sino también la relación entre la vida y el arte, entre el mundo del teatro y el mundo fuera del teatro”.
Es en Liz, una de las más recientes obras de Montero, galardonada con el Fray Luis de León el pasado año, donde estos recursos llegan a la apoteosis. El autor ha identificado la pieza como una “Missa cum figuris a Christopher Marlowe”, un subtítulo inquietante si pensamos en el cruce rotundo que propone. El dramaturgo dirá más adelante que se trata de “una sucesión de voces y acciones, de atmósferas y teatralidad”. La acotación es perfecta, la pieza es un gran fresco sobre el mundo isabelino, un ritual político que superpone imágenes y personajes en torno a la figura real, mientras, dos personajes totalmente distanciados de la trama, observan y comentan los hechos como privilegiados espectadores de una representación que saben ha de seguir un curso previamente convenido.
Informada sobre las ideas heréticas que en torno a Dios se debaten en el círculo de la Escuela de la Noche, la Reina exige una investigación que conduce al asesinato de Marlowe. Intrigas cortesanas y una siniestra administración del poder se contraponen a la posibilidad de emancipación que representa en este caso la idea del ateísmo.
Como en Fausto, aquí también se habla de un Dios intangible, que se escapa, que no se hace presente, para desde ahí profundizar en los vericuetos y complejidades del ejercicio de poder. Parábola nítida, la obra habla fundamentalmente del derecho a pensar y expresar ideas divergentes. Mas no lo hace de manera superficial, sino desde la reconstrucción de un escenario tan peculiar como la Inglaterra isabelina, siendo la Reina, en tanto rehén de una circunstancia histórica precisa que la obliga a tomar determinaciones drásticas, el principal y más vivo personaje de la pieza; quizá, junto a Medea, el más complejo e intenso en toda la dramaturgia de Reinaldo Montero.
Como en Los equívocos morales, el autor no construye un drama histórico, sino que manipula libremente los hechos para entregar múltiples puntos de vista. Recurre una vez más, para lograrlo, a la humanización de los personajes con la intención de hacer más vivo el conflicto planteado. Ahora, humanizar significa aquí poner en estado de contradicción y, por eso, Liz surge ante nosotros como un personaje escindido, roto, dividido en dos partes: en una el deseo de la carne, los fantasmas que piden cuentas; en otros el estado y el deber, lo que se espera de una Reina.
Sin embargo, la principal estrategia de sentido vuelve a estar aparejada al recurso de la teatralización, de la carnavalización, incluso. Tengamos en cuenta que esta pieza propone desde el inició la superposición de múltiples roles en un mismo actor, lo cual casi obliga a pensar en una comedia de máscaras, un juego cruel de infinitas sucesiones que incluso continúa más allá de la muerte. Es justamente ese sentido lúdico, que arma y deconstruye la obra frente a los espectadores lo que activa una comunicación directa con la platea, en tanto ofrece al mismo tiempo la fábula y su comentario. Desde una visión crítica de absoluta inspiración brechtiana, los actores 1 y 2, sostienen puntos de vista encontrados, que revisan, subrayan o juzgan la acción principal, la técnica extraña la recepción, pone obstáculos al sentido común, con el objetivo de amplificar el debate, de mover el pensamiento.
En su antología Morir del texto, la investigadora Rosa Ileana Boudet, plantea que Montero representa, dentro de su selección, “al autor que dramático en solitario que, pese a conocer la escena, asume sus retos como literatura” (Boudet, 1995: XV). Al parecer esa idea es exacta, posee el autor una idea peculiar del teatro que sustenta su poética y que se relaciona, sin duda, con su larga experiencia como asesor y dramaturgo de puestas imprescindibles de la escena cubana. Reinaldo Montero, conoce el teatro por dentro, las resistencias y potencialidades del actor, el trabajo de síntesis y resignificación que conduce a la puesta en escena. Por eso, concibe su obra como una posibilidad de representación que abre y multiplica sentidos sobre el teatro mismo y sus estrategias de comunicación con el público, manteniendo siempre una voz peculiar que lo singulariza dentro de esa línea del teatro cubano a la que también pertenecen el José Triana de La noche de los asesinos, el Carlos Felipe de El Chino, y el Abelardo Estorino de Vagos rumores; que da fe del empleo de los mecanismos y procedimientos del teatro dentro del teatro como una singular manera de discutir y refractar su tiempo.
No obstante, al principio he dicho rara avis, y fundo ese criterio en el hecho de que la dramaturgia es para Reinaldo Montero un ejercicio autónomo, literario y político al mismo tiempo. Como bien ha explicado Omar Valiño (2004), quizá quien más ha estudiado sus piezas, su obras pertenecen a “un teatro de ideas, de tesis”, son la puesta en acción de un pensamiento que toma cuerpo a través de situaciones y personajes que se saben teatro, representación que arroja luz sobre aspectos siempre complejos de la realidad, que se torna, desde la superposición de múltiples escenarios, debate intenso y siempre fértil, que aspira a la plaza pública, al gentío, al coro que amplifica, repiensa y devuelve, atrapado en la subversiva legalidad que cada pieza instaura, sus propias incertidumbres; reflexión sobre el hombre y sus circunstancias que cala hondo e interroga, no responde.
Referencias:
Larson, Catherine (1989): “El metateatro, la comedia y la crítica: hacia una nueva interpretación”, en AIH, actas X. Publicado en http://cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/10/aih_10_2_012.pdf
Miranda, Elina (2006): “Medea y su palinodia”, en Calzar el coturno americano. Ediciones Alarcos. La Habana.
Montero, Reinaldo (1997): Medea. Ediciones Unión. La Habana.
______________ (2003): Fausto. Letras Cubanas. La Habana.
Valiño, Omar (2004): “El rito de la fragilidad humana”, en La violación. Ediciones Alarcos. La Habana.
1 comentario:
realmente como autor nada dice, creo que lo han fabricado ... donde se ponen sus obras? ... cuando?... una vez cada mil annos, es eso ser un dramaturgo?, es como cantar en la ducha....
Publicar un comentario