lunes, 28 de mayo de 2007

Amantes en La Catedral

I
El más reciente estreno de Origami Teatro obliga a repensar varias nociones: tema de actualidad y teatro, teatro juvenil, jóvenes en la escena. Sin duda la sola enunciación de estos tópicos activa la reflexión. Por gusto plantea un sinnúmero de interrogantes y es su propia posibilidad –su potencialidad– de diálogo con el espectador lo que más me seduce. La nueva puesta irrumpe en un contexto que reconoce espinoso, sin embargo no quiere ser reflejo tácito de una realidad que sabe ininteligible y caleidoscópica. Penetrar el tiempo presente es una ardua y siempre peligrosa empresa. No obstante, Abel González Melo, Alexander Paján y los jóvenes actores que sobre la escena serán los personajes, asumen el riesgo.
II
La Plaza de La Catedral, uno de los más antiguos centros cívicos, militares y religiosos de San Cristóbal de La Habana, se encuentra entre esos ámbitos complejos de la Isla donde el cubano intenta reconocerse más allá de estereotipos y consignas. Comercio de artesanía y souvenir, atención al turista, hospitalidad, cocina nacional, tabaco nacional, sexo nacional, ron, mulata, Ron Mulata. Un guía que lleva a los italianos hasta el mejor mojito cubano, un cubano que espera para ver una función de teatro y que no puede pagar un mojito. Fieles e infieles a las puertas de La Catedral. Fieles e infieles a las puertas del Museo de Arte Colonial. El teatro es por el costado. Museo y teatro. Colonia y teatro contemporáneo. La restauración, la foto de revista, la ilustración, óleo sobre lienzo de la foto de revista, fotorrealismo, surrealismo. Víctor Manuel cambia la gitana tropical por un almuerzo en El Patio. Policías, perros policías, perros callejeros, callejeros. El proyecto del aula museo. Los pioneros pintan La Habana Vieja nueva de paquete. La maestra repasa español y estudia italiano. Tiene calor –hace calor en La Habana, mi hermana– y se toma un mojito porque es novia de un muchacho que estudió en la Universidad y dejó el trabajo para hacer guarapo en un timbiriche de la catedral. Juana tira las cartas y asegura su propio destino.
Escribo sobre La Habana, vivo la ciudad, camino sus calles sin saber qué pasa tras los antiguos postigos. Una ciudad es siempre un enigma, un juego de naipes, una infinita acumulación de rumores, de gente diversa que añora, ama, sufre, sueña, implora, escapa, apuesta y lucha. Gente que vive una vida no censable. Anónimas vidas que son batalla cotidiana que no va al noticiero ni a la prensa, que nadie estudia a fondo. Vidas problemas para las que no hay grandes ideas soteriológicas. Gente común que no es masa dirigible. Gente buena y mala que no se puede pensar en blanco y negro, que no se puede catalogar de un plumazo, haciendo cruces de trabajador social sobre una planilla esquemática y fría. Gente joven y vieja, joven vieja y vieja joven. Formo parte de esa multitud que corre a tropel en un lugar que al parecer ha roto casi todos los espejos. Nos queda el arte. Nos queda el teatro y puedo seguir viviendo de lo que vivo.
III
A la obra narrativa, ensayística y crítica del joven Abel González Melo se suma ya una producción para la escena que, dotada de identidad propia, constituye, junto a los textos de Norge Espinosa y Nara Mansur, una de las más inquietantes propuestas dentro de eso que hoy podemos reconocer como nuestra –creciente y en desarrollo– dramaturgia nacional. Quienes han oído las lecturas de Chamaco o Nevada sabrán reconocer en esos textos el intento de atrapar una particular zona de La Habana actual y el deseo de dialogar con los hombres y mujeres que habitan esas franjas tempestuosas de “nocturnidad” capitalina. Un diálogo que, lógicamente, va más allá de la crítica a determinadas estrategias de subsistencia, para subrayar la dimensión humana de ese sujeto que hoy resuelve su vida apelando a un continuo replanteo de los valores esenciales del ser, desde márgenes que desbordan nociones tradicionales de procedencia o jerarquía dentro del entramado social cubano.
Los personajes que Abel conoce y presenta, viven al límite, danzan en la cuerda floja, escapan, juegan cabeza, viven y mueren, sueñan y desean otra vida. Una vida mejor, un mundo –una casa– mejor, un destino mejor. Ellos son síntoma de un sistema de relaciones que merece una mirada en profundidad. Estas obras, a las que ahora se adiciona Por gusto, hablan de la posibilidad de iluminar ámbitos híbridos, de acceder a múltiples rostros y distintas maneras de obrar, a la vez que crean un acontecer posible desde la directa definición del contexto, lo cual es peligro y fortaleza de esta producción. El joven autor aspira a un espectador vivo, de ahí que subraye una reflexión sobre temas reconocibles y cercanos, aunque en realidad poco frecuentados desde el teatro. Son estos personajes figuras tal vez incompletas, bocetos atrapados entre el ser y la acción misma, condición que los legitima como representaciones netamente teatrales inmersas en una circunstancia narrativa que obliga a entrecruzamientos y concurrencias, que permite la deconstrucción de los comportamientos “cotidianos”.
Los caracteres de Por gusto –una maestra de primaria, un policía, un profesor de filosofía y un pintor–, todos entre diecinueve y veinticinco años, más que existir, agonizan –sin duda deben a los personajes del existencialismo. Forman parte de una generación que recién toma partido en la construcción del entorno en relación con el cual se autoprefiguran. De ahí sus preguntas, sus gestos, sus destinos físicos y sociales, sus máscaras. Todos muestran su herida, su ruptura entre el ser y el deber ser. Todos viven circunstancias emergentes. Todos se exponen sin preguntar a nadie, sin tener en cuenta a nadie. Estos jóvenes apenas hablan de sus padres o de sus abuelos. Son parte de una generación que no rinde pleitesía ni da las gracias. Quieren tomar lo que necesitan y seguir su camino, sin mirar atrás. Estos jóvenes son los nietos. Tal vez demasiado mimados, demasiado hijos de quienes no son sus padres. Al mirar a sus ojos piensa uno que no estarán dispuestos a ningún sacrificio y sin embargo se sacrifican. A ellos también les duelen el tiempo, la miseria, el desamor. Saben que tal vez una caricia pueda impedir, al menos por instantes, ese cotidiano derrumbamiento de montaña que anula el sentido, que deprime. La especie humana intuye que aún en el más terrible de los vacíos la salvación es posible. No obstante, quiénes son los responsables de esa insatisfacción, de ese continuo errar, de esa pérdida. Quiénes son los culpables de que ellos, los más jóvenes, no tengan nada claro. O es que ellos son poseedores acaso de otra claridad, a la que pertenece un ritmo, una dinámica otra.
Escribo estas líneas y me siento muy viejo.
IV
Hablo de los demás y sé que sólo puedo hablar de mí, de mi propia incertidumbre. Recuerdo la manera en que los jóvenes han aparecido en el teatro cubano: Molinos de viento, El compás de madera, El pequeño príncipe, Lila la mariposa, Los gatos, La cuarta pared, La niñita querida, La paloma negra. Eran todos jóvenes que hacían –se hacían– preguntas. Desde puntos de vista más conservadores o más revolucionarios, aquellos hijos –los mismos hijos que desde la plástica dinamitaron mediante el arte las falsas seguridades de una sociedad todavía imperfecta– cuestionaban un tiempo que les pertenecía, querían hacer la revolución de la revolución. Pero es lógico que el ojo del dramaturgo atienda ahora otra generación. Abel retrata a los nietos y formula aquellas que pueden ser las preguntas que nos hacemos a nosotros mismos al pensar ese futuro del cual serán protagonistas.
Por gusto presenta encuentros recurrentes, fragmentos de vida, pequeños conflictos usuales para los que ni siquiera ensaya soluciones. La existencia de estos personajes es rutina que sólo se rompe en la posibilidad de un encuentro, de “esa nebulosa que es lo mejor de las parejas”. Una nebulosa que condiciona una larga cadena de acciones inconclusas, gestos postergados que el texto cifra poniendo acción, caricia, guiño, didascalia en boca de los propios personajes. Esa estrategia que subraya lo estrictamente diegético, a través de extensos monólogos o mediante el pensamiento revelado, y a la cual se suma la narración de los más nimios sucesos, habla de un extrañamiento que no sólo permite leer la historia como actualización de un referente al que ella misma nos devuelve, sino que además deviene forma de caracterización de los personajes. Ellos viven extrañando cada circunstancia, evaluando, tasando. No hay en esta historia pasión desbordante. Los personajes son como todos, ellos mismos lo dicen. Se parecen entre sí como los cuadros del pintor que se parecen a otros cuadros, y a la vez se parecen a otros muchos de esa misma edad que ni siquiera, atrapados en vidas idénticas a las que estos personajes narran, tendrán tiempo de asistir al teatro. Un patrón de estandarización impone la rutina, la monotonía de las relaciones a pesar de los más disímiles riesgos: enamorarse, por ejemplo.
Es desde lo estrictamente existencial que Abel se permite hablar de corrupción policial, de droga, de las limitaciones de los nuevos proyectos educacionales, del precio de la electricidad, de mercado negro o gris. Sin embargo no hay amago costumbrista, ni chistes. Esas pequeñas señales aparecen calmas dentro de la trama, son signos comunes presentados sin el mínimo asomo de falso didactismo presente en la telenovela de turno. Y es eso justamente lo que subraya estos guiños en una complicidad que se torna dolorosa pero que de algún modo alivia. Qué bueno que el teatro aborda el hoy, no ya desde la nostalgia por un tiempo ido, ni desde la macabra y monótona moralina políticamente correcta, sino desde la sencilla revelación, el cotidiano acontecer.
V
Interesante es también que todo esto suceda con la participación de los más jóvenes actores nuestros. Por gusto se estrena como tesis de graduación de cuatro estudiantes de la Escuela Nacional de Teatro (ENT). Daniel Chile, Javier Fano, Amanda Fariñas y Enrique Moreno, alumnos de los maestros Niurka Peréz Nazco –primer y segundo años– y Laimir Fano –tercero– no son aquí simples medios para el levantamiento de un texto. La obra misma se ha escrito para ellos, para sus potencialidades, para su necesidad de comunicar un sentido, a un tiempo cercano y distante de lo que el propio Alexander Paján ha pensado antes como teatro de jóvenes y para jóvenes. Es por eso que subrayo su inteligencia a la hora de idear una puesta que se centra en las actuaciones y la capacidad de provocación del texto, al tiempo que el propio dramaturgo es responsable de mover ya sobre la escena varios resortes en busca de redimensionar esa correlación secreta que se establece entre actor y personaje.
He visto trabajar antes a los actores que ahora se presentan y sé en qué medida esta obra ha sido para ellos la posibilidad de aplicar lo aprendido y quebrantar falsas seguridades. El proceso de enseñanza-aprendizaje que ahora concluyen, basado en la técnica stanislavskiana, les permite apropiarse de los más diversos estilos y tendencias, lo cual se pone de manifiesto en el habitual trabajo de los egresados de la ENT en múltiples proyectos teatrales del país. No obstante, ha sido esta una enseñanza cercana a los rigores del teatro cubano actual y que se sabe medio y no finalidad, puerta abierta a un teatro por hacer, donde no sólo uno tiene que seguir aprendiendo constantemente sino que los otros, los mayores, tienen la responsabilidad de continuar enseñando. De ahí la importancia de un proyecto de tesis como este, coherente a partir de la integración de varios sistemas de arte escénico. El proceso tributa al aprendizaje de un actor que ha de mantenerse despierto –artífice él mismo de su parte y por demás ajeno a inocuos estrellatos– para potenciar un camino propio de trabajo, sobre la base de un compromiso personal con el arte y con la necesidad de encontrar y comunicar un sentido auténtico de existencia. Es la capacidad de mirar hacia ese horizonte lo que más me conmueve de las actuaciones. Los muchachos están vivos, sus ojos conectados con una pesquisa que saben necesaria. La correlación entre distancia e identificación, pensamiento y exposición que el texto propone, queda resuelta con agudeza.
Amanda Fariñas ha dado matices muy precisos a su personaje. Hay ingenuidad y por momentos determinación en su maestra, pero además hay dudas. Ella se expone, se lanza en busca de una pasión que supone ha de salvarla, quiere escapar de la rutina, de sus clases, de sus alumnos, del policía que la ronda. Amanda desea, sin saber qué exactamente. Enmascara su falta de realización, su frustración, tras la fascinación que sobre ella ejerce su profesor de filosofía.
Daniel Chile se muestra natural y deja ver claramente una profunda necesidad de comunicación. En el fondo su profesor está solo y es por eso que acepta la compañía de esa alumna. Ella, quien le permite sentirse capaz de realizar una acción viva, no importa que tienda a su propia muerte o a la muerte de otro: allí en el fondo está la voluntad de obrar. Es imprescindible una acción suya que modifique algo allá afuera, luego podrá desaparecer.
Enrique Moreno también regula los tonos de su pintor. A diferencia de la maestra, él aspira a la rutina, no quiere la soledad, es buen amigo de sus amigos, ha encontrado y asumido una forma de ganarse la vida. Sin embargo, no deja de estar cada día en la cuerda floja. Ama a un policía que va y viene, lo tiene hoy pero mañana no sabe. Ningún exceso tendría sentido, es mejor dejarse llevar por la corriente. “Vivamos hoy, dejemos el mañana en lo ignoto”. Lo que dice la canción lo golpea, pero ha aprendido a nadar en seco.
El policía de Javier Fano, dibujado con extrema sutileza, intenta asirse a algo, él también ha logrado vivir de su trabajo, vivir al límite, su estatus le proporciona algunas ventajas que aprovecha. En realidad casi todos saben aprovechar las pequeñas cosas que tienen como único valor: el cuerpo, el poder. No obstante están bien claras las oportunidades que pierde, la humanidad que oculta tras la coraza que le permite seguir adelante sin mirar atrás.
Todo lo anterior está en la obra más allá del texto que se niega a cerrar las historias. Es decir: está en los actores que se saben portadores de una fábula. Tal vez Alexander Paján debió jerarquizar mejor el cierre o incorporar otras dinámicas en aras de dinamizar más la puesta desde lo estrictamente escénico. A pesar de esto prefiero esa simpleza al torpe oropel o al pretendido empaque de gran teatro. Me gusta la banda sonora a partir del cd De vuelta y vuelta de Jarabe de Palo y el cuidado diseño de luces de Reynier Rodríguez. Me gusta que los personajes hagan pasarela. Me gusta ese espacio deshabitado al fondo que los actores jamás se atreverán a penetrar. Detrás de esta historia está el vacío, una página en blanco o la ausencia.
VI
Tres años atrás La romanza del Lirio, ese hermoso y conmovedor texto de Norge Espinosa, llegaba a la escena de la mano de un grupo muy talentoso de recién graduados bajo la conducción de Lizette Silverio Valdés. Aquella puesta que se vio en Camagüey y en otros eventos nacionales, reflexionaba, si bien desde otros puntos de vista, sobre temas similares a los que ahora abordan, junto a Abel y Paján, estos otros jóvenes. Confieso que esas dos obras hablan, como ninguna otra quizás, del modo expreso en que se ha de defender desde la escena la noción de un teatro de los jóvenes, para los jóvenes y en diálogo con nuestro tiempo y nuestro contexto. Ese es el más nítido valor de esta experiencia.
VII
Termina la función, es el mismo día de la tesis, los muchachos esperan por la nota, no se han cambiado de ropa y pienso en los personajes esperando el juicio de un jurado, la aprobación de gente incuestionable que podrá decir que la vida de otros ha sido en vano. Personas solemnes, quizás cargadas de dobleces y terribles verdades, podrán dar un veredicto a la ligera sobre estas vidas y lavar sus manos. Pero el tiempo no se detiene. Los actores están felices porque su trabajo ha tenido espectadores y se gradúan con la más alta calificación. Los personajes seguirán apareciendo en escena. En realidad ambos, actores y personajes, comienzan ahora. Más adelante los jueces también podrán ser juzgados: el propio dramaturgo ha escrito Chamaco y Carlos Celdrán al frente de Argos Teatro la estrena por estos días. Así que la reflexión no se detiene aquí. Lo importante, lo verdaderamente trascendente, es que nos queda el teatro para imaginar y pensar el tiempo y la Isla. Desde este sitio hoy me interrogan imágenes muy diversas: un trasero tambaleante, una puta en una jaula, espejos en el manicomio, amantes en La Catedral.

No hay comentarios: