«En teatro como en todo podemos crear en Cuba»
escribió Martí. La cita viene a cuento porque fue la que escogieron las
instituciones y teatristas cubanos en 1980, para promover el primer Festival de
Teatro de La Habana. Con aquel Festival y, por tanto, con aquella frase se
inició un proceso que buscaba revertir las profundas distorsiones que se habían
impuesto en el campo de la cultura en general y del teatro en particular,
durante los años del denominado «quinquenio gris», que, como es conocido, en el
caso específico nuestra manifestación duró casi diez años. Ya sabemos que
culturalmente hablando no siempre dos y dos son cuatro.
La idea martiana, impresa en grandes vallas,
buscaba dar respuesta a una demanda de los teatristas de entonces. Fue Mario
Balmaseda, en aquel tiempo director del Teatro Político Bertolt Brecht, quien
le dijo a Marcia Leiseca que mientras la palabra teatro no volviera a aparecer
en los periódicos poco o nada se habría hecho para echar atrás los errores
cometidos.
Siempre que recuerdo esa historia me doy
cuenta de que el joven Ministerio de Cultura de Armando Hart fue muy audaz no
solo al conseguir poner a participar a todos –Roberto Blanco, uno de nuestros
más grandes directores de todos los tiempos, malsanamente parametrado, recibió
el encargo de realizar la gala inaugural de aquel Festival–, sino también al
recuperar al Martí teatrista, dramaturgo, crítico de teatro. Al Martí autor de Abdala,
la pieza teatral que da nombre a una de nuestras vacunas contra la covid-19.
Las grandes vallas con la frase de Martí buscaban erradicar los prejuicios
acumulados por mucho tiempo y que pesaban, incluso, no sobre una persona o un
grupo de personas sino sobre la manifestación en general.
A partir de entonces la política cultural
cubana ha dado espacio al teatro y lo ha protegido, a veces incluso ha sido
paternalista, pero lo que me interesa dejar claro en este momento es que
nuestro teatro, a pesar de los problemas de calidad conocidos, ha sido un
teatro de verdad, capaz de discutir la realidad cubana en sus aspectos más
complejos, y de hacerlo en colectivo, en vivo, frente a frente actores y
espectadores.
Obviamente, una obra de arte no es una
asamblea, pero lo cierto es que, en ocasiones, desde el teatro se han
adelantado temas de debate que luego la sociedad y las instituciones han
asumido en su conjunto. Cuando llega alguien a Cuba, intoxicado con las
matrices que propalan los enemigos de siempre, y me pregunta por la libertad de
expresión entre nosotros, suelo invitarlo a ver una obra de teatro para que
saque sus propias conclusiones.
Lo que sucede, casi siempre, es que se
sorprenden al ver de manera directa cómo nuestra sociedad es capaz de debatir
sus problemas en un escenario, pero lo que resulta más impactante es el hecho
de que a la puesta tengan acceso personas de todos los estratos sociales. Lo
cierto es que, en tiempos en los que salir a tomarse un refresco o a comer algo
no ha sido nada barato, el teatro cubano ha estado disponible. Los actores han
tenido un salario estable –que se ha mantenido incluso en la pandemia–, tiempo
para producir e investigar y las entradas se han mantenido asequibles a todos
los bolsillos.
Resulta que la vocación social del teatro en
Cuba está sostenida por el sistema de relaciones que se establece entre la
institución, los creadores y el público y se expresa tanto a través del
compromiso de los artistas con el análisis, desde la creación, de los problemas
de nuestra sociedad hasta mediante la posibilidad del acceso pleno a la
cultura, que se hace más patente cuando pensamos en proyectos como la Cruzada
Teatral en Guantánamo y la Guerrilla de Teatreros en Granma.
En mi vida he asistido a muchas funciones de
teatro, pero ninguna como la que pude ver en lo alto de la Galicia, una
empinada montaña de la Sierra Maestra, donde la guerrilla de René Reyes sube en
mulos a hacer su obra para una sola familia. Más atrás en el tiempo están las
experiencias del Teatro Escambray y de otros grupos que abrazaron la idea de un
teatro nuevo, y que han irradiado procesos como el de Teatro de los Elementos o
Teatro Andante, por solo poner dos ejemplos.
Con el tiempo las estéticas y los lenguajes se
han diversificado y enriquecido, las expectativas se han ido transformando y
las dinámicas de participación y acción social desde teatro se han modificado.
Pero la verdad es que en la historia de la Cuba revolucionaria hay suficientes
ejemplos de prácticas del teatro cubano que expresan un compromiso preciso con
la idea de transformar y mejorar nuestra sociedad y obrar allí donde es más
necesario.
Es cierto también que podríamos hacer mucho
más si se trabaja de manera más cohesionada entre los creadores y las instituciones,
si se definen de mejor manera los objetivos de desarrollo y las necesidades de
acción social. Está claro que no les toca a los artistas sustituir a los
trabajadores sociales o a los instructores de arte, pero al mismo tiempo muchos
creadores desarrollan proyectos que pueden ser de referencia para unos y otros
y varios podrían incidir de manera concreta en la formación de estos
profesionales tan necesarios, una formación que no termina cuando se gradúan de
la escuela, sino que debe ser permanente.
Desde la Casa de las Américas hemos sostenido
en los últimos meses un vínculo con los sistemas de la enseñanza artística y
las Casas de Cultura a los que entregamos libros, revistas y materiales
diversos en formato digital. Imprimimos, no hace mucho, el Teatro del oprimido
de Augusto Boal, un clásico del teatro de resistencia contrahegemónico de
nuestra América y que puede ser de mucha utilidad en el trabajo en los barrios
y en las comunidades.
Estos materiales y las experiencias más
transformadoras del teatro latinoamericano y caribeño, también del cubano, son
muy importantes y deberían incorporase, de algún modo, a nuestra enseñanza
general, que quizás podría incluir la apreciación teatral en el currículo de
los estudiantes. El teatro mismo tendría que estar mejor promovido a través de
nuestros medios de comunicación. Entre otras cosas porque el teatro, más que
ninguna otra manifestación, está hecho de utopía, nace de la confianza de un
grupo en poder llevar adelante un proyecto colectivo y esa intención no se
realiza hasta que no se comparte con un grupo de espectadores.
En tiempos en que el neoliberalismo global
radicaliza a extremos impensables su individualismo, que suprime valores y
aniquila la real participación colectiva de los pueblos en la conquista de sus
derechos. Cuando las redes digitales, que supuestamente acercan y sustentan
lazos, aíslan y promueven el odio, el teatro es más necesario que nunca.
Durante la pandemia no hemos tenido teatro,
muchos hemos seguido asistiendo a varias reuniones cotidianamente, pero el
encuentro grupal de teatristas y espectadores ha demorado en ser posible y lo
real es que cada día se hace más urgente volver al teatro, al teatro como
espacio del debate y la reflexión, al teatro como lugar del divertimento
productivo, al teatro como proceso de experimentación de los lenguajes.
Sostengo que solo en el teatro nos podemos reconocer, en directo, como seres
humanos y que después de la pandemia, que no termina, en medio de las tensiones
materiales que vivimos toca recomponer, reafirmar, volver a ubicar en el centro
nuestra humanidad.
El teatro hace justamente eso. Tenemos una
vacuna que se llama Abdala, Abdala es una obra de teatro de José Martí,
el teatro puede funcionar como una vacuna. Pongamos juntos a Martí, la vacuna y
el teatro, y quizás encontremos una versión de estos tiempos de aquella
imprescindible «fórmula del amor triunfante».